Como sin duda saben ya muchas de las personas que visitan este blog, el conocido teólogo Hans Küng acaba de publicar una carta abierta a los obispos católicos de todo el mundo. En ella, el Profesor Küng hace un análisis severo del pontificado de Benedicto XVI, en el quinto aniversario del acceso del cardenal Ratzinger al papado. Es de suponer que esta carta va a tener una amplia divulgación, y será motivo de numerosos comentarios y debates en las próximas fechas.
Así las cosas, lo primero que quiero afirmar, sin titubeos ni reticencias, es que estoy completamente de acuerdo con el contenido de la carta del H. Küng. Y no sólo con el contenido, sino además con la forma de expresarlo. Se trata de un documento que expresa una gran estima por la Iglesia y a la Iglesia, al igual que un notable respeto hacia el episcopado. Lo que es tanto como afirmar una profunda fe en Dios, en Jesucristo y en el Evangelio, todo ello en comunión de fe con la Iglesia entera. Me parece que, en este momento, es de suma importancia tener muy claro que el amor a la Iglesia no se reduce ni se concentra en el amor al papa. Ni enjuiciar los fallos que el papa tiene, o puede tener, es actuar en contra de la fe católica y apostólica. El papa es infalible solamente cuando pronuncia, en comunión con la fe de la Iglesia, una definición dogmática. De ahí que el papa merece nuestro respeto y obediencia, como cabeza del Colegio Episcopal, siempre que, fiel al Evangelio, gestiona el gobierno de la Iglesia de acuerdo con la tradición cristiana. Pero igualmente tenemos que saber que, fuera del caso excepcional de una definición dogmática, todo lo que hace el papa, o lo que decide la curia vaticana, puede y debe ser objeto de disenso y crítica, cuando estamos viendo - como viene ocurriendo durante este pontificado - que en la Iglesia se hacen y se toleran cosas que escandalizan a la gente, que desprestigian la autoridad de la Iglesia ante la opinión pública, y son motivo de que cada día aumente el número de personas que abandonan la fe en Dios o se alejan de la Iglesia. En estas circunstacias, como bien dice el Profesor Küng, callarse es hacerse cómplice de lo que está sucediendo. Es un hecho que, en la Iglesia, se ha impuesto con más fuerza la obediencia incondicional que la libertad cristiana; de la misma manera que ha prevalecido la sumisión por encima de la responsabilidad. La mentalidad sumisa es una de las características que más se notan en grandes sectores de la población creyente entre los católicos. Seguir callándonos sumisamente ante tantos despropósitos y situaciones escandalosas, como estamos viendo y viviendo, es un asunto muy grave que cada cual debe examinar en su conciencia. Pero no basta hablar. Además de hablar, hay que actuar. Todos podemos tomar decisiones, en las parroquias, en las comunidades eclesiales, en los movimientos y grupos cristianos. Para intervenir, cada cual dentro de sus posibilidades, ante nuestros obispos y párrocos, para que se tomen las medidas pertinentes en orden a modificar la actual gestión de la Iglesia, de su liturgia, de su pastoral, de su catequesis. Nadie puede excusarse alegando que no se puede hacer nada. Y, menos aún, echando mano de argumentos teológicos que no tienen valor. Porque el valor supremo, para un seguidor de Jesucristo, no es la obediencia, sino el seguimiento de Jesús, que fue el primero en darnos ejemplo de desobediencia a autoridades religiosas que actuaban de forma que alejaban a la gente de la debida estima hacia la religión y hacia el Dios y Padre de Jesucristo. Hay un motivo que no podemos callar en este momento: la crisis económica y política mundial está agravando la situación desesperada de más de mil millones de seres humanos que se ven abocados a una muerte cada día más cruel y más cercana. Así las cosas, seguramente el mayor escándalo de la Iglesia, en este momento, es su pasividad, no a la hora de hablar, sino a la hora de actuar ante los poderes económicos y políticos para que se ponga remedio a este estado de cosas. La Iglesia da la impresión de estar más preocupada por ella misma y por su propio prestigio que por el sufrimiento de tantas criaturas indefensas y excluidas. Es urgente que la Iglesia afronte este problema, antes que nada, replanteando su teología, para que ésta no siga callándose ante la cruel situación de sufrimiento extremo en que vive nuestro mundo. Por último, dada la situación excepcional en que se ve la Iglesia católica en este momento, no parece fuera de lugar pedir que el papa Benedicto XVI dimita de su cargo y deje paso a un hombre más joven que, desde otra mentalidad teológica, gestione lo antes posible la convocatoria de un concilio ecuménico o, al menos, la celebración de sínodos regionales o nacionales, en orden a buscar caminos de solución a la presente crisis eclesial. Con todo el respeto que merece el actual obispo de Roma, Benedicto XVI, deberíamos insistir en afirmar nuestra fe y adhesión a la Iglesia. Porque nos importa y la queremos; y porque queremos el mayor bien para ella, por eso pedimos insistentemente al Señor que ilumine a quienes tienen la responsabilidad más directa en esta Iglesia, para busquen los caminos más eficaces de solución al presente y lamentable estado de cosas que estamos viviendo y padeciendo. Insisto, de nuevo, en que estoy enteramente de acuerdo con el reciente escrito de Hans Küng. Y, consciente de la seriedad del tema, me hago responsable de cuanto he dicho y defiendo en esta entrada de mi blog.
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