Desde la hondura de mi noche, escuché un rumor en el camino, ese camino por el que mi ceguera no me permitía aventurarme. Mi sitio era una cuneta a la salida de Jericó, un lugar marginal, una prisión en la que permanecía encadenado y ajeno a la vida que circulaba ante mí. Escuché un murmullo: -“Mirad, pasa Jesús, ese profeta galileo de quien todos hablan…”
Nunca he podido explicar después por qué supe en aquel preciso momento que la luz estaba pasando a mi lado y que había llegado para mí la ocasión única de dejarme alumbrar por ella. No tenía más instrumento que mi voz y me puse a gritar con todas mis fuerzas y a llamar al caminante “hijo de David”: quizá el nombre de un antepasado común rompiera las distancias que separaban a galileos y judíos: - “¡Ten compasión de mí!” Mis gritos hicieron reaccionar a lo que le acompañaban que en seguida intentaron levantar ante mí un muro de recriminaciones y prohibiciones: - ¡Silencio! ¡Cállate! No nos molestes… Pero yo seguí gritando por si mi llamada alcanzaba al que estaba del otro lado del muro antes de que siguiera avanzando alejándose de mí. De pronto, oí otra voz que ordenaba: -¡Llamadlo! y hacía saltar por los aires la distancia que nos separaba. Di un salto y corrí hacia él, abandonando el viejo manto que era mi única posesión, y llegué a tientas junto al que me había llamado. Ahora me reprochará mis pecados que son seguramente la causa de mi ceguera”, pensé. “O me hará preguntas sobre por qué vivo mendigando. En vez de eso me preguntó: - ¿Qué quieres que haga contigo? Algo me movió a dirigirme a él como Maestro, un título que jamás había dado a nadie, y expuse ante él el deseo más hondo de mi corazón: recobrar la vista. Miles de veces había soñado con la posibilidad de curarme y volver de nuevo a Jericó para y comenzar allí una vida digna y segura. Me quedé atónito al oírle decir: “Ve, tu fe te ha salvado” y escuchar por debajo de aquellas palabras: “Tu impotencia, reconocida y gritada, te ha hecho salir de tu noche y correr a mi encuentro, reconociendo tu carencia y tu deseo. Y es eso lo que ha abierto en ti el camino para la llegada de la salvación”. Mis ojos se abrieron y le miré. Y supe al instante que la vida con la que antes soñaba se quedaba atrás, lo mismo que mi viejo manto: ahora que le había visto, lo único que deseaba era ser su discípulo, quedarme a su lado, hacer de su camino mi propio camino. Y me decidí a seguirle en su subida a Jerusalén.
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