No me molestaría que el próximo Papa viniera del último rincón del planeta, hablara un solo dialecto y tuviera apenas 30 años.
Pero sí me encantaría que el fuego del Espíritu le hubiera grabado en las entrañas que la humanidad no va a poder salir adelante mientras no libere a todos los pobres, oprimidos y excluidos del mundo, y que, desde la creación hasta el fin del mundo, ésta ha sido, es y será la voluntad de Dios. Que de su boca no salgan más discursos sobre el amor y la paz que sobre la justicia y la libertad. Que no sea ni fanático ni directivo, que tenga un buen sentido del humor, sea alegre, creativo y audaz. Que rechace la monarquía, no viva en palacios, tire a las ortigas las últimas elegancias del Imperio de Roma, se vista como los simples mortales y transforme a las embajadas del Vaticano en centros de promoción de los Derechos de las personas y colectividades de todos los países del mundo. Que invite con cariño a los paparazzi que lo persiguen a que vuelvan sus cámaras hacia la cara de los olvidados de la sociedad antes que a la de él. Que vaya a visitar al mundo entero, pero que en todas partes use de preferencia la puerta de la gente ordinaria y no la de los reyes, y se preocupe más por la felicidad de las 99 ovejas que andan vagando en las neblinas que por la salud de la oveja gorda y viejita que dormita en el redil. Que no se tome por Dios en la tierra, ni por el dueño de la Iglesia o del Evangelio. Que sea libre ante los tabúes sexuales, y que esté convencido de que el Espíritu de Dios está tan presente en la mujer como en el varón. Que no dude nunca que para enfrentar las graves cuestiones que se están planteando al mundo de hoy, el Espíritu es capaz de inspirar las conciencias tan brillantemente como las mejores encíclicas, tanto fuera como dentro de la Iglesia. En las tormentas y los naufragios, que tenga los ojos siempre puestos en el Resucitado y nos confirme a tiempo y destiempo en la fe de que la vida siempre terminará por triunfar sobre nuestras muertes y nuestras metidas de pata. En fin, que su vida sea tal que al morirse –probablemente a los 33 años, asesinado por algún conservador tradicionalista de su entorno- se hable poco de él y mucho de Jesús, del que habrá sido, después de todo, nada más que el humilde testigo.
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