El proyecto de Jesús era formar una sociedad justa basada en la fraternidad como hijos de Dios. Tiene por tanto una motivación trascendente -que puede considerarse religiosa- y una concreción social inmersa plenamente en nuestra vida diaria -que puede considerarse laica. Digo laica, porque reconoce las normas razonables según el consenso de la sociedad.
En nuestra práctica religiosa, las relaciones con Dios -el culto y las creencias- han monopolizado nuestra atención relegando a un segundo plano nuestras relaciones mutuas en justicia y solidaridad. Sin embargo Jesús situó el segundo mandamiento -la relación fraternal- en el mismo nivel que la relación con Dios (Mt 22,34-40). Más aún, a las dudas de la mujer samaritana sobre el culto religioso, responde Jesús: “Se acerca la hora en que no daréis culto al Padre ni en este monte ni en Jerusalén... los que dan culto verdadero adorarán al Padre con espíritu y lealtad” (Jn 4,213). En su experiencia mística, del Jordán, Jesús sintió a Dios como Padre que le transmitía su espíritu y le enviaba “a dar la buena noticia a los pobres, a proclamar la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos, a proclamar el año favorable del Señor” (Lc 4,18s). Jesús interpretó su misión fundamentalmente en el ámbito de lo laico, de la vida diaria, más que en el ámbito de lo religioso. Su enseñanza no se centró en Jerusalén ni en el Templo, no ocupó la cátedra de Moisés, sino que recorrió las aldeas de Galilea y sus alrededores escuchando los problemas del pueblo, haciendo lo que podía por remediarlos o suavizarlos -fueran milagros o placebos-, y promoviendo unas relaciones de solidaridad y fraternidad. “Pasó haciendo el bien y curando a todos los sojuzgados por el diablo, porque Dios estaba con él” (Hechos 10,38). La autenticidad de una experiencia mística se manifiesta en la compasión. San Juan de la Cruz acudía frecuentemente a los hospitales a cuidar a los enfermos y fregar sus bacinicas. Simone Weil, de familia judía, filósofa y mística, trabajó como obrera agrícola e industrial, y se comprometió por los derechos humanos; pero no quería recibir el bautismo porque no aceptaba su estricta ortodoxia. La religión judía se radicalizó al volver del exilio babilónico (siglo VI a V aC). Esdras y Nehemías reconstruyeron el Templo y las murallas de Jerusalén, y reelaboraron los textos de la Ley, para reafirmar la cohesión del pueblo judío, que se había dispersado y contaminado con la religión y las costumbres de sus vecinos. Para fortalecer y preservar la identidad judía, introdujeron el descanso sabático en el relato de la creación, endurecieron la prohibición de los alimentos impuros y la comida con los paganos, y anularon los matrimonios con mujeres paganas, a las que incluso expulsaron a sus países de origen. La religión, más que una relación con Dios, se convirtió en una garantía de su identidad nacional. Jesús invirtió los términos. La relación con Dios no se concretaba en un nacionalismo administrado por la jerarquía sacerdotal del Templo de Jerusalén, sino en una relación solidaria y fraternal no sólo entre los mismos judíos, sino también con los pueblos considerados paganos. Jesús practicó sus curaciones -signos de la salvación mesiánica- igualmente a los enfermos samaritanos, romanos, gerasenos o fenicios. Comprendió que la religión no podía impedir, ni dificultar, ni ignorar, esta solidaridad fraterna y universal. El descanso sabático no podía impedir la curación de un enfermo, ¡ni aplazarla hasta el día siguiente!; las impurezas legales no podían impedir la comida con los vecinos, aunque fueran de otras religiones. El Dios de Jesús no es el dios de una religión exclusivista -judía, cristiana, musulmana, o hinduista- sino el Dios de la creación “que hace salir el sol sobre buenos y malos” y “que viste a los lirios del campo” (Mt 5,45; Lc 12,7). Las enseñanzas de Jesús tratan más de las relaciones humanas que de las relaciones con Dios; el segundo mandamiento es igual al primero, toda Ley se resume no en el culto sino en el amor fraterno, “si yendo a presentar tu ofrenda al altar, te acuerdas allí de que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, ante el altar, y ve primero a reconciliarte con tu hermano; vuelve entonces y presenta tu ofrenda” (Mt 5,23s). Al leer los evangelios, nos llama la atención las frecuentes referencias a curaciones y a las comidas en común, ya fueran sardinas en la playa o un festín de boda, y es que Jesús puso la salud y las relaciones humanas en la base de su proyecto de igual y solidaridad social. Por eso comía con los discípulos, con familias amigas, con multitudes judías y paganas, o con fariseos, y recaudadores de los impuestos. El único sacramento que claramente instituyó Jesús, lo presentó como una comida, el pan y el vino repartidos y compartidos, La Cena del Señor (que Pablo y las primeras comunidades interpretaron como sacrificio pascual). Para explicar su proyecto social -el Reino o gobernanza de Dios- Jesús no empleaba términos o ejemplos religiosos, sino palabras y ejemplos tomados de la vida diaria de todo ciudadano. Ejemplos tomados de los elementos de la naturaleza, el sol, la lluvia, el trigo y la cizaña, los árboles, la viña, los rebaños; de los oficios comunes: en el hogar, en la pesca, o en el campo, emprendidos con arrogancia, apocamiento, o prudencia; de la relaciones sociales: amigos, celebraciones sociales por boda o encuentros familiares, asistencia a un herido abandonado, y especialmente de las relaciones padre-hijo. El proyecto de Jesús tiene una motivación religiosa o, mejor, trascendente: Dios como Padre común de todo el género humano; pero su contenido es tan laico como el de la Revolución Francesa: igualdad y fraternidad en libertad (sin guillotina).
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