“Corruptio optimi, pessima”, decía un antiguo adagio latino. Cuando lo mejor se corrompe, se convierte en lo más dañino y peligroso. Y eso ocurre con la religión, que se corrompe en el momento mismo en que se absolutiza y, con ella, los que detentan el poder dentro de la institución.
La explicación es sencilla: todo aquello de lo que el yo se apropia, se pervierte. Y cuanto más “elevado” es el objeto de su apropiación, tanto más peligro reviste. Así, la religión, en cuanto construcción social que buscaba vehicular y potenciar el anhelo humano de plenitud, una vez apropiada por el yo, se convierte en instrumento de poder, al servicio de quienes se han constituido como “mediadores” del Absoluto. Si todo poder otorga un estatus de superioridad, que se traduce en dominio sobre los otros, cuando al poder se le atribuye un origen divino, resulta incuestionable: no queda otra posibilidad que la sumisión. Y eso es lo que ha ocurrido, con demasiada frecuencia, en el campo religioso. Quien se reviste de esa aureola de “poder sagrado” se ve fácilmente tentado por la pretensión de superioridad frente a los demás y, aun sin ser consciente, irá adoptando modos y maneras en los que aquella supuesta superioridad se haga manifiesta. Y encontrará justificaciones para cualquier comportamiento: desde “pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en la plaza, y buscar los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes”, hasta “devorar los bienes de las viudas con pretexto de largos rezos”. El engaño del poder –particularmente nefasto en el ámbito religioso- encuentra su remedio únicamente en lo que simboliza la imagen de la viuda, que aparece en este mismo relato. Entendida simbólicamente, esa figura representa la actitud de desprendimiento o desidentificación del yo: “Ha echado todo lo que tenía para vivir”. Estas son realmente las personas que nos cautivan y despiertan nuestras más nobles aspiraciones: aquellas radicalmente desegocentradas, que manifiestan una confianza incondicional y una libertad contagiosa. En esta misma clave simbólica, mientras los letrados simbolizan la religión absolutizada, de la que han hecho su medio de vida y de poder, la viuda representa la espiritualidad sabia, que constituye una dimensión fundamental del ser humano, caracterizada por la libertad. La religión es un “mapa” que pretende orientar en el camino hacia el descubrimiento de quienes somos. Entonces se vive al servicio de la persona y de la espiritualidad. Sin embargo, cuando se absolutiza, se corrompe y confunde. La espiritualidad constituye aquella dimensión profunda de la persona, por la que clama nuestro anhelo más hondo, y que tiene que ver directamente con nuestra verdadera identidad. La religión es lo que tenemos, la espiritualidad es lo que somos.
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