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El "Out Coming" de Lazaro por: Eloy Roy

4/14/2011

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¿Cuál era el problema de Lázaro? Nadie puede decirlo. Son cosas de las que no se habla. Solo se las sufre.

Lázaro era un joven buen mozo y gentil, muy sensible, de una buena familia. Sus padres habían muerto cuando él era muy pequeño y desde entonces se había criado solo junto a sus hermanas. Marta y María, dos mujeres fuera de serie, lo educaron junto a sus faldas. Lo mimaron y lo protegieron de todo mal. Querían hacer de él el mejor muchacho del mundo. Y así fue. Nadie podía igualarle en inteligencia, en simpatía, en popularidad, pero era tímido y las chicas no le importaban demasiado porque ninguna llegaba a los talones de sus hermanas. No se sentía desgraciado en su muelle nido,  pero tampoco era feliz. Le faltaba algo.

¿Qué le faltaría? No habiendo tenido ni padre ni hermanos, jamás había podido medirse con algún hombre sólido que lo confirmara en su masculinidad. Permanecía ajeno a gran parte de sí mismo. Era como si algo muy esencial aún no hubiera nacido en él. Se sentía melancólico y algunas veces hasta realmente depresivo. Sus hermanas se afligían y eso, a la larga, lo irritaba. Ellas no comprendían lo que le pasaba, ni él tampoco.

Pero un día todo cambió. Apareció un hombre en la casa. Un hombre fantástico que las dos hermanas habían conocido en una reunión de gente entusiasmada con la llegada eventual del Reino de Dios. Ellas se encapricharon con ese hombre que era la estrella de esas reuniones. Su nombre era Jesús, y muy pronto se convirtió en un íntimo amigo de la familia.

Fue como si el mismo sol hubiese entrado en la casa. Para Lázaro, la venida de ese amigo fue la luz después de una larga noche y el final de la depresión. Por fin, el muchacho había encontrado en ese hombre al hermano mayor que nunca había tenido. Todo lo que le faltaba y todo lo que quería ser lo había encontrado en Jesús.

Y luego, un buen día, no más noticias de Jesús. No más mensajes suyos. Las dos mujeres no se alarmaron demasiado. Conocían las actividades de su amigo y confiaban ciegamente en él. Si no daba señales de vida era porque era mejor así. Pero Lázaro lo veía de otro modo. No podía, ni quería explicarse la ausencia de Jesús. Especialmente su silencio. Jesús había entrado en su vida como el aire puro, como el sol; la vida comenzaba apenas a sonreírle y de repente, ninguna noticia de él, nada.  Como si ya no existiera.

Lázaro se sentía rechazado. Lloró, se enojó, se encerró en su cuarto. No comía, no dormía, no quería ver a nadie. Estaba quebrado, humillado, deshecho. Sus hermanas con lágrimas le suplicaban que razonara, pero de nada servía. Lázaro quería morir. De hecho ya estaba muerto.

Jesús era la única persona que podía sacar a Lázaro de aquella postración. Había que ir a buscarlo antes de que fuese demasiado tarde. Como  la mayor parte de la gente de la aldea estaba al tanto de las idas y venidas de Jesús, Marta y María pudieron ubicarlo rápidamente. Mandaron a alguien con el siguiente  mensaje: “Por favor, Jesús, ven pronto a casa, tu amigo Lázaro está por morir”.  Por toda respuesta Jesús dijo a los mensajeros: “Se va a recuperar, Dios proveerá.”

Y aunque amaba mucho a Marta y a María no se apresuró. Pasaron dos días muy largos y luego dijo a sus discípulos: “Nuestro amigo Lázaro se ha dormido, vamos a despertarlo.” Los discípulos respiraron. Luego Jesús agregó: “En realidad, está muerto pero ha sido bueno para él y para ustedes que yo no haya estado allí.”

No había nada que comprender. Jesús era así. No siempre se comprendía lo que él pensaba. Pero se habían acostumbrado. Le tenían confianza.

Cuando Jesús y sus compañeros llegaron cerca del pueblo, corría la voz de que Lázaro estaba bien muerto. Algunos decían que hacía cuatro días que estaba enterrado. En efecto hacía cuatro días que no se movía. Estaba descarnado y gris como un cadáver. Apenas tenía pulsaciones. Le hablaban y no contestaba. En su habitación flotaba ya el olor a muerto.

Jesús al verlo se  turbó de emoción. Gruesas lágrimas corrieron por sus mejillas. Se acercó, cerró los ojos  y oró a Dios con fervor, luego gritó fuertemente: “¡Lázaro, sal afuera!” Al reconocer la voz de Jesús  que lo llamaba por su nombre, Lázaro se irguió en su cama. Estaba envuelto en su sábana como en un sudario: Jesús dijo: “Quítenselo y déjenlo salir”

A partir de ese día, Lázaro comenzó a respirar como un hombre nuevo. La dependencia de sus hermanas había concluido y también su dependencia de Jesús. Era finalmente un hombre libre de ser él mismo.

Aquel día, Dios fue realmente glorificado. Y en todas partes la gente supo esta historia. Todo el mundo contaba que Jesús había resucitado verdaderamente a un hombre que estaba muerto desde hacía cuatro días y que ya olía mal. Y que una enorme piedra cerraba su tumba.

En el fondo era cierto. Lázaro se hallaba físicamente muerto. Todo su ser se hallaba atado. Sobre su alma presionaba una pesadez que no le permitía respirar. Era como si se hallara aún en el seno de su madre. Como si él no hubiera aún realmente nacido. Jesús cortó el cordón que lo ataba a una vida que no era vida. E hizo de él un hombre cabal.

Colofón: esta historia bien se puede relacionar a la experiencia de los discípulos que estaban muertos de miedo y como enterrados en su escondite de Jerusalén después de la muerte de Jesús, y que poco a poco fueron liberados de sus “tumbas” y de sus “vendas” al tener la experiencia del Resucitado.

Esa experiencia los propulsó a los extremos de la tierra, lejos de los muros, lejos de las fortalezas, lejos de las rutas trazadas por aquellos que ya no tenían nada que descubrir por estar convencidos de haberlo ya todo descubierto.

Esta es también la historia de los que, después de un largo desierto espiritual, experimentan una clase de muerte respecto a todo lo que han adorado en su vida y, despertándose de repente a su ser verdadero, comienzan una vida nueva en la libertad verdadera.

Para recordar: Jesús no “empolla” a los que lo siguen. No empolló a Lázaro y tampoco a sus discípulos: “Es bueno para ustedes que yo me vaya”. Sin embargo, “estaré siempre con ustedes ¡Vayan!” (Jn 16, 7; Mt 28, 19-20).

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