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El milagro de la conversion por: José Enrique Galarreta

10/11/2010

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Hay autores que piensan que éste no es el relato de un suceso, sino una parábola vestida con imágenes. Para nuestra interpretación, nos es indiferente.

 

Los "protagonistas" del milagro son diez leprosos. En toda la Biblia se llama genéricamente "lepra" a cualquier clase de afección cutánea, a veces simples erupciones curables.

 

Estas enfermedades son muy temidas, y el Libro del Levítico se preocupa mucho de ellas en los capítulos 13 y 14. Se consideran, como casi todas las enfermedades, castigo de Dios, y su curación es casi siempre "milagrosa", o fruto de una especial acción de los sacerdotes o los hombres de Dios. Los "leprosos" son estrictamente excluidos, tienen que vivir fuera de poblado, y hacer diversas muestras (tocar campanillas, lamentarse...) para que la gente no se acerque.

 

Jesús se ha saltado frecuentemente las normas de alejarse de los leprosos. Un episodio característico es el de Marcos 1,40 (paralelo en Mateo 8,4 y Lucas 5,12), en que se dice expresamente que Jesús tocó al leproso, quebrantado el expreso mandato de la ley, que convierte en "impuro" al que toque a un leproso.

 

Es un tema frecuente en los sinópticos, que lo aprovechan para enfrentar a Jesús con la más terrible de las enfermedades y para mostrar a Jesús por encima de la Ley. Curiosamente, el tema está completamente ausente en Juan.

 

La respuesta de Jesús es remitirles a los sacerdotes, no para que les curen, sino para que, según manda la Ley, certifiquen que están curados. Diríamos que Jesús "evita los trámites", ni siquiera hace un gesto de curación. Ya están curados, que los sacerdotes lo certifiquen, para que puedan volver a la vida normal.

 

Pero el énfasis de la narración parece ponerse en la actitud de los curados. De los diez, nueve desaparecen sin más. Uno de ellos, un samaritano (hereje despreciado por los judíos) ni siquiera va a los sacerdotes: vuelve a Jesús agradecido. Jesús insiste precisamente en que es "ese extranjero" el que ha actuado como debía.

 

Se termina con la consabida expresión: "tu fe te ha salvado". Y, a los otros nueve, ¿qué les ha salvado? No parece que se trate de la curación. De esa curación viene para el samaritano agradecido una salvación más profunda.

 

"Tu fe te ha salvado" es un tema frecuente en el Evangelio. Lo encontramos en Mateo 8, el episodio del centurión, Mateo 9, el paralítico, y la mujer con flujo de sangre, Mateo 15, la mujer que pide la curación de su hija, Marcos 5, la hija de Jairo, Marcos 9, "creo, Señor, ayuda mi poca fe"... y en innumerables pasajes en que Jesús exhorta a la fe o reprocha la poca fe.

 

En el evangelio del domingo pasado tuvimos también un breve ejemplo. Allí desarrollamos la idea de la fe, no para mover montañas por capricho, sino para mover la montaña del pecado, para convertir a la humanidad, para construir el reino.

 

Este es el sentido de la fe en los milagros. No se trata de que un convencimiento profundo "hace milagros", desata las potencialidades ocultas y produce sanaciones sorprendentes. Esto puede ser verdad, pero no es el mensaje. El mensaje es que el milagro es manifestación de que aquí está el Espíritu, el que combate todo mal, el que es capaz de curar todo. Creer en Él, en el Espíritu, en la fuerza de Dios que está en Jesús, es la primera piedra del Reino. Creer en Él nos convierte, nos sana, nos limpia, nos hace criaturas nuevas, hace posible el milagro de los milagros, que vivamos para el Reino.

 

Y, un vez más, apreciamos el escaso acierto de la elección de los textos de hoy. La palabra "lepra", de la lectura continua de Lucas, ha atraído otro relato de "lepra" del AT, cuyo mensaje apenas tiene nada que ver con el Evangelio.

 

Los milagros del Antiguo Testamento apenas son otra cosa que "prueba" de que el poder de Dios actúa ahí, de que éste es un profeta verdadero. Los Milagros de Jesús son interpretados frecuentemente así por sus contemporáneos (y aun, en algún caso, por los mismos evangelistas). Pero son mucho más: son la presencia de La Salvación, la revelación de Dios mismo, que es, ante todo, el que sana. Por eso es lo mismo curar que perdonar los pecados: es la presencia del Espíritu, que elimina todo mal.

 

 

Una vez más, se nos invita a creer en el Espíritu, en Jesús, el Hombre lleno del Espíritu. Se nos invita a creer en el Espíritu que habita en nosotros. Los efectos del Espíritu son curación. Y es el primer efecto del Espíritu en nosotros: curarnos de nuestras enfermedades. Es la esencia de lo que hemos llamado "conversión", y que explicamos tan mal, de forma tan voluntarista.

 

Pensamos que convertirse es decidirse a cambiar, hacer un acto de voluntad y elegir libremente obedecer a Dios. Estos son nuestros tristes esquemas filosóficos, tan apartados de la realidad humana. El Evangelio es más humano, porque Dios conoce al ser humano mucho mejor que los filósofos.

 

Convertirse es que la cercanía de Jesús nos va cambiando. Convertirse es que la presencia del Fuego nos va calentando, la presencia del Agua nos va lavando, nos va fertilizando, la presencia del Espíritu nos va haciendo espíritu, liberándonos del pecado, de la carne, del mundo, que significan lo mismo: todas esas fuerzas que nos esclavizan.

 

No podemos convertirnos por un acto de voluntad. La prueba está en nuestros ridículos propósitos de enmienda que naufragan de una confesión a otra, de unos Ejercicios Espirituales a otros. No podemos vencer a la enfermedad, a la muerte, al pecado. No podemos vencer la atracción irresistible del fruto del árbol prohibido.

 

Pero sí podemos acercarnos a la Fuente, a la Llama, a la Palabra. Y eso sí nos cambia. "Si crees, todo es posible". Y ¿qué haremos para creer?. Tratar a Jesús, orar, conectar con la Palabra, celebrar bien la Eucaristía, leer, contemplar, obedecer a los impulsos prácticos del Espíritu, estar atentos, reconocer cuándo actúa en nosotros el Espíritu de Jesús, dar gracias entonces, acudir al Sacramento de la reconciliación para reconocer el poder del mal en mí y escuchar la Palabra de aliento de mi Madre....

 

Todo esto se resume en la palabra crecer en el Espíritu.

 

Nosotros, como el samaritano agradecido, sabemos que La Palabra, la Fe, nos ha curado de muchas cosas. Y volvemos a Jesús, agradecidos, porque, inteligentemente, nos damos cuenta de que de Él han nacido todos nuestros bienes. Y escuchamos la Palabra de Dios: ten fe, la Palabra es Poderosa, es tu Liberación.

 

Es magnífico creer en el Dios de Jesús, el Médico, el Libertador. Nuestra vida tiene demasiadas cargas como para que Dios sea la carga de las cargas. No; la carga peor es el pecado, la envidia y la lujuria y la tacañería y la mezquindad y la pereza y tantas y tantas esclavitudes. Dios es Médico, Pastor, Luz, Libertador de los pecados.

 

Ese Dios sí que nos hace falta. En ese Dios están deseando creer todos los pobres y los enfermos del mundo. Por eso el Evangelio, lo que tenemos que anunciar, es "La Buena Nueva", "La gran Noticia".

 

 

 

PARA NUESTRA ORACIÓN

 

Como el leproso agradecido, acudimos a la presencia de Dios, para darle gracias por la salud, por la liberación, por la luz que hemos recibido y recibimos de Jesús.

 

 

Creo que Dios es mi Padre,

mi médico, mi libertador

el que lo crea todo para bien,

el que trabaja sin descanso por sus hijos.

 

Creo más que a mi ojos a su Palabra,

Jesús, el Hombre lleno del Espíritu,

que es luz, camino y verdad,

que es agua, pan y vino,

nacido de María,

entregado hasta la muerte,

vivo para siempre junto a Dios.

 

Creo en el Espíritu, el Viento de Dios,

porque lo he visto resplandecer en Jesús

y lo sigo sintiendo en mí y  en la Iglesia.

 

Por Jesús y por su Espíritu

creo en el perdón, creo en la humanidad,

creo que en la Iglesia está el Espíritu,

creo que la vida es eterna,

y la espero para mí y para todos,

por el poder y la bondad del Padre

manifestada en Jesucristo, nuestro Señor.

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