Con honestidad hay que reconocer que la mujer en la Iglesia institucional encuentra un lugar, no sólo distinto al que ocupa el hombre, sino también inferior desde una indebida perspectiva jerárquica. De hecho, aquella viciada jerarcología acuñada por Y. Congar ayuda a comprender el ámbito en que ocurre esa sub-ordinación. Si por jerarcología se comprende esa suerte de estatus que distingue diferentes calidades de cristiano, la mujer aparece sub-ordinada en responsabilidad y participación, porque los espacios de “mayor jerarquía” son reservados sólo a los hombres. Ejemplo de ello es el acceso exclusivo al sacramento del orden sagrado, así como a servicios como el cardenalato, nunciaturas y otras instancias de dirección.
Lamentablemente, esta realidad es aceptada como natural en amplios sectores de la Iglesia; observándose tanto en la costumbre como en la práctica institucional, especialmente en ambientes jerárquicos, tradicionalistas y en el vasto espectro de fieles con débil formación cristiana que abundan en la Iglesia. En otro ámbito, la mujer encuentra un lugar no sólo de postergación, sino también una suerte de marginación. Ello deriva de su condición femenina, donde la mujer arrastra el estigma ancentral de Eva, que la convierte en fuente potencial de pecado. Ello se agudiza en virtud del celibato sacerdotal, que hace de la mujer un signo de tentación de quien el clero debe cuidarse. Acorde con ello, la desconfianza invade una parte significativa de la vida eclesial, convirtiéndose esto en un eje viciado que des-virtúa la relación entre la mujer y el clero. Así, la mujer queda signada como un peligro potencial contra quien se ha llegado a establecer la ley del celibato sacerdotal obligatorio; un inmerecido lastre endosado a la mujer para controlar la conducta del clero. Consecuentemente, el lugar de la mujer queda degradado y lapidado por una rigurosa ley que previene contra ella. No existe fundamento evangélico emanado de Jesucristo que avale tal postergación de la mujer en la Iglesia. Es más, parte de su misión redentora incluye la liberación y promoción de la mujer de toda condición de subyugación cultural. Prueba de ello es el acceso de la mujer a la plenitud de la vida cristiana, la santidad. En una época en que la mujer consigue crecientes espacios de participación en la cultura occidental, resulta no solo injustificado ese lugar de la mujer en la Iglesia, sino que es una fuente de tensión en la relación Iglesia-sociedad, que lamentablemente se expresa, en el presente, en desconfianzas recíprocas. De hecho, las conquistas alcanzadas por la mujer son fruto de luchas históricas en las que la Iglesia ha sido una tenaz opositora. Hay entonces una herida abierta que merece atención y remedio. Siendo el movimiento de liberación de la mujer un fenómeno global en expansión, la Iglesia no puede dejar de brindar atención preferencial a un tema que condiciona el futuro lugar de la Iglesia en la cultura; especialmente porque ésta debe tender puentes de confianza con todos los actores sociales para hacer efectiva su misión evangelizadora. Afortunadamente, y como precedente profético, al interior de la Iglesia - Pueblo de Dios ha surgido un movimiento genuinamente femenino que expresa este clamor de reparación y enmienda, asumiendo como propio muchas de las conquistas sociales de la mujer. Son las religiosas de la LCWR (Conferencia de líderes religiosas), una organización que tiene más de 50 mil socias y que representa al 80% de las religiosas consagras de Estados Unidos. Ellas, que sustentan gran parte de la ayuda social que la Iglesia Católica realiza en ese país, en respuesta al Concilio Vaticano II optaron por formarse; lo que les brindó la oportunidad para abrirse espacios insospechados en la sociedad y en la Iglesia. Actualmente son objeto de una evaluación doctrinal por parte de la Congregación para la Doctrina de Fe. Ellas, junto a una multitud de teólogas, como mujeres de Iglesia, son pioneras al incursionar en una compleja periferia existencial, donde han abierto un camino profético en la lucha por la liberación de la mujer, dando un testimonio admirable de re-encuentro de la Iglesia - Pueblo de Dios con el mundo. Siendo el lugar de la mujer en la Iglesia un tema de gran importancia y en evolución, el papa Francisco, en su exhortación apostólica Evangelii Gaudium, refresca el reconocimiento que el magisterio hace del aporte de la mujer en la sociedad y en la Iglesia. Al mismo tiempo muestra apertura al reconocer que “todavía es necesario ampliar los espacios para una presencia femenina más incisiva en la Iglesia. Porque «el genio femenino es necesario en todas las expresiones de la vida social; por ello, se ha de garantizar la presencia de las mujeres también en el ámbito laboral» y en los diversos lugares donde se toman las decisiones importantes, tanto en la Iglesia como en las estructuras sociales.” EG 103. También reafirma el magisterio respecto del sacerdocio reservado a los varones, advirtiendo -con justa razón- que esta cuestión puede “volverse particularmente conflictiva si se identifica demasiado la potestad sacramental con el poder”. Y con magistral acierto deja abierta la senda del futuro cuando agrega que: “Las reivindicaciones de los legítimos derechos de las mujeres, a partir de la firme convicción de que varón y mujer tienen la misma dignidad, plantean a la Iglesia profundas preguntas que la desafían y que no se pueden eludir superficialmente.” EG 104. No cabe duda que en la misión que ha asumido papa Francisco de renovar la Iglesia, está la de sentar nuevas bases para construir un futuro que permita confiar a la mujer en la Iglesia el lugar de predilección que Dios confío a María, de cuya disponibilidad Dios se encarna en la historia de la salvación con una fecundidad que sólo es propio de la colaboración de la mujer.
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