"Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?" (Mt 27,46)
Jesús, el liberador definitivo del hombre, muere gritando, muere solo y abandonado. No ve nada y cree. Siente ante él un gran abismo y se abandona. Es maldito a los ojos de los hombres y bendito a los ojos de Dios. Dejar a Dios ser Dios, cuando Él quiere serlo en la debilidad y el silencio, es una tarea ardua y difícil; pero mucho más lo es reconocerlo y aceptarlo en esa debilidad y silencio, y más aún en el grito de los abandonados que se sienten huérfanos de la historia, sin esperanza ni consuelo. El silencio de Dios se hace sacramento en el grito de la historia que hoy nos muestra una imagen divina verdadera en los crucificados actuales, en los que cargan con las señas de los sudarios del abandono, el silencio y lo oculto. Entrar en la pasión, muerte y resurrección de Cristo es lo propio de la semana santa y eso nos obliga, para no falsear los pasos, a adentrarnos en el verdadero grito de la humanidad que, desde el abandono, desea un Padre que escuche su dolor y su postración. Pero, ¿cómo escuchar hoy ese grito divino desgarrado en la herida de lo humano? ¿quién le pone palabra y sonido al dolor para que todos podamos escucharlo?, ¿cómo poder entender que Dios está en el que grita y al que le gritan –a la vez- pidiendo amparo y consuelo? Hagamos camino como pueblo y escuchemos la vida y lo real de nuestra propia historia vivida y amada, abramos el corazón y las entrañas a su verdad revelada en los gritos de hoy, para creer realmente que su pasión es compasión, que nuestro grito es su grito. Dios –el que procesionamos en imágenes talladas- llegará a nuestro corazón en los que siguen clamando por un Dios que les sea propio: · Desde las vallas y las concertinas que hieren y crucifican a los que buscan vida y libertad, como nos dice Santiago Agrelo –Arzobispo de Tánger-: "Hay que leer el Evangelio a la luz de los pobres, no dentro de una patera que llega a la otra orilla, sino dentro de la patera que se hunde en el Estrecho". · Desde el dolor, la enfermedad y la muerte, oímos el grito de la madre anónima confundida en su propio dolor, desde la asociación "Por Ellos", de padres que han vivido la muerte de los hijos: "es duro no saber por qué tu hijo va a morir". · Desde la dureza de los padres sin trabajo que miran con dolor y angustia a sus hijos cuando no puede llevar a su mesa ni el pan de la dignidad ni el de la justicia, y tienen que abrazarse a Cáritas para poder sobrevivir, como le ocurre a Begoña, licenciada en Psicología, con una niña de diez años, que vive con apenas 400 euros y tiene problemas para dar de comer a su hija, no puede pagar el alquiler, ni el comedor escolar de su hija. · Desde la violencia permanente en el mundo, con guerras injustas y carrera de armamento y el tráfico de los pobres, como confiesa el obispo de Bangassou, Juan José Aguirre: "Un día me vi en la necesidad de aunar los trozos de un cerebro hecho pedazos tras ser fusilado para tirarlo en el agujero del servicio. ¡Dios llora mucho en las guerras!". · Desde todas las cárceles del mundo: "Yo les llamo preciosidades y se alegran tanto cuando me ven que ni siquiera puedo expresarlo. Yo les doy un abrazo de parte de nuestro papi Dios, y se echan a llorar y me dicen que nadie en su vida les había dado un abrazo...", así lo vivía Sor Mari Luz –Sor Tripi-. · Desde la brecha infinita entre riqueza y pobreza en nuestro mundo, que se convierte en amenaza universal, como avisa el informe de la PNUD: "la desigualdad ha provocado conflictos y ha desestabilizado la sociedad..., cuando las desigualdades perviven a lo largo del tiempo, del espacio y a través de las generaciones, aquellos que están marginados, a los que se excluye sistemáticamente de los beneficios del desarrollo, en algún momento harán frente a ese «progreso» que les ha ignorado". · Desde el grito personal y comunitario que cada uno de nosotros sentimos y conocemos en nuestros corazones, como confiesa el mismo papa Francisco: "...frente a un niño que sufre, la única oración que es oración para mí es: por qué, Señor, por qué?" Desde tanto y tanto sufrimiento injusto, inocente, irracional e incompresible, sólo nos queda descubrir ese Dios nuestro, en el abandono, y gritarle en el Hijo amado: "Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me has abandonado?". Creemos que El es Dios con nosotros y que nuestro sufrimiento no le es ajeno. Hoy necesitamos la fe viva como, como la de la hermana Paciencia, religiosa africana, que venció al virus del ébola y vino a dar su sangre entre nosotros, ella confiesa: "Nuestra labor es devolver la vida a cada uno de estos pequeños. Porque en cada niño, en cada ser humano que muere, muere Jesús. Cada día le clavamos en la cruz. Sin un ápice de compasión. Y no debe ser así; al contrario, debemos hacer que resucite. Yo volvería a curar la herida del que me contagió". A esto estamos llamados los creyentes.
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