Hablar de un fantasma populista es aludir a una realidad inexistente, pero en la que uno cree y le causa miedo como si existiera. Muy fuerte debe ser el miedo de este fantasma cuando notables escritores se vienen ocupando de él.
Lo interesante del fantasma populista es que está sirviendo de test para ver quiénes, con puntería desacertada, se han alineado para dispararle. Son de gente que lucen de “progresistas”, que maldicen incluso de desafueros, retóricas y engaños perpetrados dentro de nuestro sistema democrático, pero sin consentir que otros ciudadanos, desde abajo y sin abdicar del sistema, se atrevan a señalar lacras y omisiones del mismo sistema y se unan en nuevos partidos para hacer cumplir simplemente lo que ordena nuestra Constitución. Sigamos observando y adivinaremos el perfil de estos voceros antipopulistas. En su proyección mediática, no dudan en abogar por un cambio radical, pero sin alterar el viejo dicho ilustrado: “Todo para el pueblo, pero sin el pueblo”. ¿Son miedos de un fantasma o de un futuro que los desborda? Los ciudadanos entendemos que es deber prioritario de todo Gobierno satisfacer las necesidades y derechos fundamentales de los ciudadanos. Sin embargo, los grandes Partidos, admitida una primera fase positiva de consenso, de buen hacer y progreso, no han movido luego ficha ni puesto remedio a nada o casi nada de cuanto salía de las entrañas y voz del pueblo y aceptaban sumisos las directrices economicistas de la dictatorial Troika y otras instancias Internacionales. Paradójicamente, asegurar la eliminación concreta de abusos y transgresiones; y ejercer una política democrática que haga posible la justicia y el derecho, resulta ser populista: ”Lo concreto es populista. Si dices, verbigratia, que convendría auditar la deuda, eres populista. Si dices que los paraísos fiscales deberían prohibirse, eres un populista. Si recuerdas que a las grandes fortunas se las provee de herramientas para burlar a hacienda, eres populista” (Juan José Millás, Un robo, en El País, 20 de junio). Los antipopulistas etiquetan, no argumentan. Y, por supuesto, su denuncia queda siempre en lo abstracto, sin exigir responsabilidades a quienes han delinquido y pervertido nuestro quehacer democrático. La mirada , el corazón y las manos hay que aplicarlas al presente. 1. Estamos en tiempos nuevos. Nuevos por una mayor información y conocimiento, que atraviesan hoy la vida como nunca antes ocurrió. Desde la infancia, las antenas socioculturales impregnan nuestro contorno y rellenan nuestras almenas sensitivomentales. ¿Hay controles que impidan percibir las ondas de cualquier acontecimiento, noticia o debate? El individuo, antes aislado y protegido, queda ahora abierto e indefenso, solicitado por la polivalente red informativa. La intercomunicación se hace omnipresente y tenaz y te obliga a saber y posicionarte. 2. La democracia es cosa del pueblo, de una mayor participación y representación. La novedad está en que el gobernar deja de ser propio de una élite, y pasa a ser cosa de todos, con mayor participación y representación. Ambas cosas, porque una democracia participativa sin representación no funciona; y una democracia representativa sin participación tampoco. Los zaheridos populistas es esto lo que están ensayando y tratan de lograr. ¿Cómo? Es tarea –suya y de todos- convertida en desafío, pero que no hicieron ni supieron hacer los clásicos de la democracia. 3. Bajo la prioridad de una ética universal, sustentada en el principio de la igualdad. Es lo más original y revolucionario. Original, porque está en el origen de la misma vida humana y revolucionario porque una nueva conciencia ha logrado globalizar la dignidad humana: todo ser humano es sujeto de unos mismos derechos. Y, desde esa dignidad constitutiva, cae toda suerte de patriarcalismo, imperialismo y clasismo que pretendan marcar niveles de rango y discriminación ética. La transformación de la sociedad, que se llama democrática, no se logrará si la convivencia no se cimenta sobre este principio fundamental, asumiendo las consecuencias que de él derivan. Es la igualdad la que acaba con el orden viejo de Naciones del Primer Mundo y del Tercer Mundo; la que acaba con procedimientos y prácticas discriminatorias del pasado; la que acaba con toda política de privilegio, pudiendo entonces decir con verdad: “Todos los españoles son iguales ante la ley”. Me temo que los tiros contra el fantasma populista nacen de este miedo contra la igualdad. Solo que, en este caso, la igualdad no es un ente imaginario, sino un propio de todo ser humano, absolutamente real.
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