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El Espiritu de Dios sobre las aguas por: José María Díez Alegría

8/11/2010

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Hay una preocupación por la situación de crisis en que se encuentra la iglesia.
Estudian los sociólogos. Los teólogos desconfían, a veces, de los sociólogos. Desconfían más cuanto peores teólogos son. Los obispos, con cierta frecuencia, desconfían de los sociólogos y también de los teólogos.
Voy a tratar de hacer una aportación sin pretensiones. Una teoría humorista de la crisis de la iglesia. Si se la toma como lo que es, una modesta aportación, a lo mejor sirve para algo. Por lo menos para los sociólogos, para los teólogos que no desconfían de los sociólogos y para los obispos que no son incapaces de humor. (Últimamente hubo uno admirable que se llamó Angel Roncalli y, como papa de Roma, Juan XXIII).
Lo que pasa, quizá, es que Jesús, para que la iglesia fuera adelante, confió la cosa al Espíritu Santo. Pero además hizo Cosas (como elegir a los doce y distinguir a Pedro), y dijo cosas, que dieron lugar ineluctablemente a que en la iglesia se constituyeran «ministerios» y a que ciertos ministerios tuvieran una autoridad pastoral.
Así las cosas, para que la iglesia marche sin demasiados atascos, es necesario que los «ministros autorizados» y el Espíritu Santo vayan bastante al unísono. Si no van, serán los «ministros autorizados» quienes salgan perdiendo. Porque el Espíritu Santo no pierde nunca, aunque juega de una manera tan extraña y para nosotros tan incógnita, que parece que pierde siempre.
Yo creo humorosamente que los «ministros autorizados» no se entienden ni pío con el Espíritu Santo, y que ésta es la raíz del lío en que se mueve la iglesia.
Y la cuestión es una cuestión de «humor». Así como suena.

Porque, creo yo, que los «ministros autorizados», con excepciones admirables, pero muy contadas, son personas sin «humor». Es más, y aquí está el quid de la cuestión, son gente que se creen de buena fe que ser «ministro autorizado» es una cosa muy «seria» e incompatible con el «humor».

Ahora bien, si en la misteriosa esfera de lo divino hay algo antitético de la «seriedad», es precisamente el Espíritu Santo.
 

El Espíritu es como el poeta de la trinidad divina. Ya Jesús bendito, en su vida mortal, fue muy poco «serio». Y según los Evangelios, sobre todo el de Lucas, la culpa la tenía el Espíritu Santo, que le estaba siempre llevando por donde quería.

La teología más tradicional distinguía entre las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo. Ambas cosas eran sobrenaturales y gratuitas. Pero las virtudes se suponía que procedían con cierta lógica. Mientras que los dones eran lo absolutamente imprevisible, la corazonada poética, el salto de la vida.
La obra del Espíritu Santo puede ser trágica o humoroso, pero nunca «seria».
Pero entonces empieza a verse más clara la raíz de la crisis en que la iglesia se debate.
Porque la condición de buena salud en el caminar eclesial sería un cierto paso unísono entre el Espíritu y los «ministros autorizados». Pero si los «ministros autorizados» son incapaces de «humor» y el Espíritu Santo es incapaz de «seriedad», la marcha concorde es imposible. Y esto es lo que pasa.
Pero todavía hay más. Porque los «ministros autorizados» están de acuerdo en que ellos y el Espíritu Santo han de caminar al unísono. Pero están empeñados en que son ellos les que tienen que marcar el paso. Y éste es el error fundamental.

Según muchos de ellos, aunque quizá ni ellos mismos se atreverían a decirlo (ni siquiera a pensarlo) tan crudamente, el Espíritu Santo los ha puesto a regir las iglesias y, una vez hecho esto, ya el Espíritu Santo tiene que acomodarse a lo que ellos piensen y decidan, porque la autoridad (la «jurisdicción») la tienen ellos, no el Espíritu Santo. Y, como su jurisdicción viene de Dios, es sobrenatural. Y, como es sobrenatural, el Espíritu Santo tiene que estar siempre detrás de ella.

Por eso los «ministros autorizados» tienden a opinar que ellos tienen el monopolio del Espíritu Santo, y que nosotros, las simples ovejas, podemos sí tener al Espíritu Santo, pero sólo con la condición de que sirva para hacernos decir amén a todo lo que quieran los «ministros». Porque nuestro Espíritu Santo lo administran ellos.

Esta situación se podría expresar en una parábola humorística.

Los «ministros autorizados» se creen que ellos llevan la paloma del Espíritu encerrada en una jaula de oro, que es la «sacra potestad», a la que tiene que someterse Dios mismo, porque, al instituir esos «poderes», se ha cogido los dedos.

Entonces los «ministros», quizá muchas veces de buena fe, van por esos mundos con su jaulita de oro en la mano, un poco como el zahorí va con la varita, para decirnos dónde está el agua.
Pero resulta que la jaulita tiene la puertecilla abierta, y la paloma no está allí. Ha volado. Porque el Espíritu Santo sirve para cualquier cosa, menos para encerrarlo en una jaula. Aunque la jaula sea de oro. El Espíritu (el «soplo de Dios»), como el viento, sopla donde quiere. Esto dice Jesús en el Evangelio de Juan.
Y así nuestros zahoríes eclesiásticos, buscando con su jaulita vacía dónde está el agua, no dan en el clavo ni por casualidad.
Con esto en la iglesia se organiza un lío y hay unos conflictos de miedo.
Pero ¿habrá que desesperar?

¿Nos ha abandonado del todo el Espíritu? ¿Se marchó para siempre la paloma?

Una respuesta de esperanza la encuentro en la primera página del Génesis. Es el comienzo de la Biblia. Allí se dice que, en el principio, «la tierra era algo caótico y vacío, y tinieblas se espesaban sobre aquel abismo, pero el Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas».
Esta es quizá la situación actual de los cristianos.
Todos deberíamos levantar los ojos por encima de la confusión, en acecho del batir del Espíritu.
También los «ministros autorizados». Nada de hacer el zahorí con una jaula de oro vacía. Atalayar con los demás, para oír, si es posible, por dónde sopla el Espíritu.
Porque, en la iglesia, con perdón de don José María Escrivá de Balaguer, todos somos clase de tropa.
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