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El enigma, la mostaza y el cedro por: José Luis Sicre

6/15/2015

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Terminado el tiempo de Pascua y las fiestas posteriores (Pentecostés, Trinidad, Corpus Christi) volvemos al tiempo ordinario. Es como llegar tarde al cine, en mitad de una película. Jesús está hablando a la gente y no sabemos qué ha ocurrido antes. Pero no es cuestión de contarlo ahora. Prestemos atención a lo que dice. Son dos parábolas, dos comparaciones, las dos muy breves.

El campesino y la tierra

Lo que dice la primera parece una tontería: que el campesino siembra y luego se olvida de lo que ha sembrado hasta llegar el momento de la siega; la que trabaja es la tierra, es ella la que hace crecer los tallos, las espigas y el grano. Eso lo saben todos los galileos que escuchan a Jesús. ¿Dónde radica la novedad de esta parábola? En que Jesús compara la actividad del campesino con lo que ocurre en el reino de Dios. También aquí la semilla termina dando fruto sin que el campesino trabaje, mientras duerme.

Y entonces surgen los interrogantes: ¿quién es el campesino? ¿Es Jesús? No parece lógico, porque el campesino de la parábola no sabe lo que ocurre. ¿Son los apóstoles y misioneros que anuncian el evangelio, y éste da fruto aunque ellos no se den cuenta? ¿Quién es la tierra? ¿Es cada cristiano, en el que la semilla va dando fruto mientras el que ha sembrado duerme?

La parábola es un misterio y se comprende que Mateo y Lucas (por motivos pastorales, como ahora se dice) no la copiasen. La liturgia católica, que suprime a placer infinidad de textos, no ha mostrado la misma preocupación.

La mostaza y el cedro

La segunda comparación es más clara y de enorme actualidad, sobre todo en muchos países occidentales, donde el cristianismo parece andar de capa caída. Jesús compara a la comunidad cristiana, el reino de Dios en la tierra, con la semilla de mostaza; algo diminuto, pero que, al cabo del tiempo, se convierte en árbol y puede acoger a los pájaros del cielo. No hay que desanimarse si la iglesia es un arbolito pequeño, poco mayor que las hortalizas.

Quien conoce el Antiguo Testamento, advierte que esta parábola recoge una comparación de Ezequiel modificándola radicalmente. Este profeta se dirige a los judíos de su tiempo, desanimados por tantas desgracias políticas, económicas y religiosas. Para infundirles esperanza, compara al pueblo con un árbol. Pero no con el modesto arbolito de la mostaza, sino con un majestuoso cedro, del que Dios arranca un esqueje para plantarlo «en un monte elevado, en la montaña más alta de Israel».

Todo es grandioso en Ezequiel; en el evangelio, todo es modesto. Pero el resultado es el mismo; en ambos árboles pueden anidar los pájaros. La comparación de Ezequiel recuerda la imagen de una iglesia universal dominante, grandiosa, respetada y admirada por todos. La de Jesús, una comunidad modesta, sin grandes pretensiones, pero alegre de poder acoger a quien la necesite.

El destierro y la patria

El tiempo ordinario nos devuelve también a la problemática realidad de la segunda lectura, sin relación con la primera ni con el evangelio. Un inciso que dificulta más que ayuda. Eso no significa que no contenga mensajes importantes.

El breve fragmento de la segunda carta a los Corintios nos permite conocer los sentimientos más íntimos de Pablo. La conversión supuso para él un cambio radical con respecto a la persona de Jesús. De perseguirlo pasó a estar tan entusiasmado con él que, por su gusto, preferiría morir para estar con el Señor. Su situación le recuerda a la de tantos contemporáneos suyos, que por motivos políticos eran desterrados, lejos de Roma o de otra ciudad importante. Él también se siente desterrado, lejos del Señor. Y le gustaría morir, porque sólo con la muerte se puede volver a la verdadera patria y estar cerca del Señor. (Siglos más tarde santa Teresa diría algo parecido: «Vivo sin vivir en mí, y tan alta vida espero que muero porque no muero».) Pero Pablo acepta la realidad. En el destierro o en la patria, debemos esforzarnos por agradar a Dios.

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