Quise hacer el relato que compartía la semana anterior para alertar del riesgo que supone dejarse engañar por hermosas palabras. Detrás de ellas suele haber verdades no dichas ni reconocidas, necesidades psicológicas inconscientes que boicotearán todo camino de crecimiento y de entrega. Con lo cual, vuelvo al punto de origen: ¿qué es –y a quién puede beneficiar– un compromiso que no nace de la consciencia clara de quienes somos? No se niega la “buena voluntad” ni la “entrega” de quien lo vive, pero ¿a qué conduce? Fuera de la consciencia, no es extraño que todos los esfuerzos por mejorar el mundo no consigan sino estropearlo más. “Hasta que no trasciendas el ego –escribe John R. Price–, no podrás sino contribuir a la locura del mundo”.
El compromiso no es el criterio definitivo, por cuanto esa palabra –como cualquier otra- puede encerrar contenidos muy dispares. Tampoco la espiritualidad se libra de ese mismo carácter ambiguo. Solo una comprensión profunda e integradora capacitará y favorecerá un modo de vivir marcado por la unidad y la compasión. No en vano, el que nos dejó la sublime parábola del “juicio final” no fue un moralista –que pusiera la “obligación” del “compromiso” por encima de cualquier otra cosa-, sino un hombre sabio –genuinamente espiritual– que sabía que “el Padre y yo somos uno” y que era igualmente uno con todos los seres, razón por la cual, “lo que hicisteis a cada uno de estos, me lo hicisteis a mí”. En efecto, cuando sé, de manera experiencial, que el otro es no-separado de mí, he encontrado la clave para vivir el compromiso. Cuando no es así, suele ocurrir que el compromiso se convierte en otro “objeto” más que el ego se apropia, con el que se alimenta y fortalece. ¡Un ego “comprometido” es un ego que se siente muy vivo! ¿Quién no ha conocido personas que, pregonando la necesidad de compromiso y haciendo de él una referencia permanente –objeto incluso de su enseñanza–, lo estaban usando, en la práctica, para autoafirmarse, descalificar a otros –y de ese modo auparse ellos– y mantener su resistencia ante una realidad frustrante que eran incapaces de aceptar? El narcisismo –como bien reconoce el autor del texto que estoy comentando– consiste en vivir girando en torno al ego (“yo, mí, me, conmigo”). Pero sucede que el ego puede apropiarse también de la “acción” más exigente. Y no es difícil percibir cuánto narcisismo oculta una fachada –y una proclamación– de compromiso. Por eso, solo cuando se libera de aquellas necesidades antes ocultas que lo condicionaban, el compromiso se vive con gratuidad y desapropiación. Se deja de juzgar el modo como los otros lo viven –el juicio, como la comparación y la descalificación del otro, son muestras de narcisismo– y se comprende que, también aquí, se darán tantas formas como personas. Y tal vez haya que abandonar las etiquetas mentales acerca de lo que es una “persona comprometida” para abrirse a valorar los diferentes modos de vivirlo.
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