Cuando este texto se lee desde el literalismo, olvidando que se trata de una parábola, se cae en discusiones estériles e irresolubles: ¿cómo puede ser que el "señor" felicite a un administrador tan injusto?; ¿ese "señor" nombrado, que en esta traducción se convierte en "amo", se refiere realmente al amo del empleado o al "Señor Jesús", como acostumbra a llamarlo Lucas?; en cualquier caso, "solo esto nos faltaba para justificar la corrupción"...
Pero la parábola no se refiere en absoluto a la corrupción, sino que se centra en una cuestión radical: "Los hijos de las tinieblas son más astutos que los hijos de la luz". También podemos confundirnos si entendemos que unos y otros pertenecen a dos grupos humanos, netamente diferenciados, situándonos nosotros mismos -¡faltaría más!- entre "los hijos de la luz". En cada uno y cada una de nosotros conviven la luz y las tinieblas. La parábola parece encerrar una profunda ironía, al confrontarnos con nosotros mismos y preguntarnos de qué manera nos manejamos en los asuntos que conciernen a las "tinieblas" –al ego- y los que potenciarían la luz que somos. La experiencia nos dice que, cuando es nuestro ego el que se halla en juego, activamos medios, recursos, tácticas, estratagemas..., con tal de salir airosos y asegurar su supervivencia (como hace el empleado de la parábola, que representa, justamente, a nuestro propio ego y su mundo de intereses). ¿Qué ocurre con la luz que somos? ¿Qué hacemos con lo mejor de nosotros mismos? Si pusiéramos tanta motivación y tantos medios para que se manifestara y viviera nuestra verdadera identidad –parece decirnos Jesús-, nuestro mundo sería bien diferente. El mismo Jesús lo plantea con otra imagen: "No podéis servir a Dios y al dinero". Con estas palabras, no solo se desvela nuestra tendencia a divinizar el dinero, sino que se vuelve a insistir en el dilema anterior: en la práctica, ¿qué nos interesa más: el dinero o Dios? El "dinero" es imagen del ego y de una vida egocentrada, que se apoya en el tener y en el beneficio propio. "Dios" es la palabra que apunta al Misterio último de lo Real, aquello que constituye todo y nos constituye a nosotros mismos. Servir al "dinero" significa dejarse conducir por las necesidades y los miedos del ego, en una existencia finalmente insatisfactoria, porque el ego es vacío e insatisfacción en sí mismo. Servir a "Dios" implica reconocer nuestra verdadera identidad, que trasciende al yo (ego), y vivirnos desde ella: es la identidad única, compartida, no-dual, desde la que percibimos a todos los seres como no-separados de nosotros mismos. La parábola de Jesús nos sitúa, por tanto, ante el mayor dilema de nuestra existencia, ante la única pregunta en la que nos jugamos todo: ¿quién soy yo? Según cuál sea, en la práctica, la respuesta que le demos, viviremos "para el dinero" (en las "tinieblas") o "para Dios" (en la "luz").
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