Una de las tareas escolares más recientes de mi hijo de once años en su clase de estudios sociales, consistió en hacer un mapa para explicar las primeras migraciones del ser humano, dibujó caminos con líneas de flechas rojas para señalar los recorridos que aquellos migrantes hicieron sobre los continentes de nuestro planeta...
"Ellos migraron porque se agotaron sus suministros de alimentos debido al súbito cambio de clima. Comenzó a hacer mucho frío; No podían cazar o recoger bayas. Si se quedaban en África, morían". La primera migración fue provocada por el hambre, el instinto natural por sobrevivir hacía que aquellos seres humanos de hace ya más de 50.000 años, salieran de los territorios tan conocidos por ellos para aventurarse a otros totalmente desconocidos. La posibilidad de encontrar alimentos les daba el coraje y el derecho de hacerlo. Es la misma razón por la que tuve que dejar mi país. En el hogar se habían agotado los suministros de alimentos para mis cuatro hermanos y yo desde el asesinato de mi padre. Hay una enfermedad provocada por vivir tanto tiempo entre la injusticia de una sociedad con rostro de impunidad, de persecución, de asesinato. Donde los salarios no son proporcionales a las jornadas de trabajo, donde se corta la cabeza que se levanta; Se llama desesperanza. Mi madre la contrajo, enfermó gravemente, perdió el ánimo, la fe y la fuerza para seguir adelante, ella ya no tenía ganas de vivir. El frio de la orfandad me calaba cada noche, saber que mis pequeños hermanos se acostaban con el estómago vacío, y no ver ninguna posibilidad de encontrar un empleo por las vías de la decencia, hizo de mis madrugadas una fría desventura. La modesta beca por prestar mis servicios como maestra en comunidades de difícil acceso, (a donde los maestros estatales y federales no llegaban) no daba para sostener mis estudios y una familia. Sin embargo sobrevivimos hasta que pude finalizar una carrera profesional. Fue en ese tiempo de servicio donde aprendí a sentir a Dios muy de cerca. Ocurrió en una humilde aula para alfabetización de adultos en la que me reunía cada tarde con los campesinos que deseaban aprender a leer y escribir después de sus jornadas de trabajo y mis clases con los niños; lo sentí en el nombre escrito por primera vez con el puño y letra de su propio dueño y en el gozo de afirmar la propia identidad: "Yo soy Fermín" "yo soy Teresa" "yo soy Felipe"... en el modo en que celebrábamos semejante acontecimiento en el grupo, (cuando una persona lograba escribir por primera vez su nombre, levantaba con ambas manos la hoja donde lo había escrito y todos los presentes aplaudíamos y corríamos a abrazarle) pese a las condiciones de pobreza extrema que como yo, aquellas comunidades se encontraban, vivían con una esperanza que rebasaba mi sentido común. En aquella humilde aula, los campesinos aprendieron a leer y escribir y yo aprendí a hablar con Dios. Mis oraciones consistían en pedir una señal que me indicara que más debía hacer para poder llevar comida a mis hermanos porque en mi país tener una profesión no significa nada. Una serie de puertas que no se abrían me señalaron el camino al norte, la gran puerta al final; la de la burocracia, tampoco atendió mi llamado, así que emprendí sin remedio el camino a pie dejando atrás mi tierra; la tierra donde conocí a Dios pero también la tierra donde habían asesinado a mi padre y todas mis posibilidades. ¿De dónde vino la fuerza tan precisa que nos movió manos y pies más allá de nuestras propias fuerzas? ¿De donde vino la esperanza que nos llenó el corazón para atrevernos a cruzar aquel valle de lágrimas y muerte? ¿De dónde vino aquella madrugada el dolor que me desencajó el rostro y me agotó las lágrimas al ver morir mi propia carne y mi propia sangre, en la muerte del extraño que no logró cruzar la frontera como yo? ¡Estoy segura que de Dios! Cuando crucé la frontera Dios la cruzó conmigo; me habilitó para hacerlo, Él está en mí misma: en la forma de mis pies, en la estructura de mis manos, en mis ganas de vivir. Me guía y me acompaña su luz de esperanza. Él me da la fuerza para desear el futuro y me da el derecho fundamental de pelear por la vida. Me acompaña también en el territorio al que llegué ya hace muchos años como extranjera. Mi madre murió, mis hermanos son adultos, cada uno hemos formado una familia propia, pero hemos conocido la más dolorosa falta de solidaridad. Se menoscaba la dignidad del ser humano cuando se etiqueta de "inmigrante Ilegal o indocumentado" a un grupo compuesto por "Once millones" de personas cada una con un rostro, con una historia de vida, con fe en el futuro. Los "Once millones" somos objeto, somos masa con la que los gobiernos de las naciones de las que salimos y a la que llegamos no saben qué hacer, donde ponernos, como tratarnos, y nos cubren el rostro con esas dos palabras. Pero nuestra presencia invisible cuestiona, es interpelada por Dios: "¿Dónde está tu hermano?" (Gn 4,9a). No saben cuál es el mejor momento para hablar de nosotros; si cerca de las elecciones o después de ellas. Hoy sigo hablando con Dios en un aula, ahora como Maestra de Catequistas. En estas aulas hay personas que forman parte de familias que han sido separadas por las redadas de inmigración, han vivido las deportaciones de familiares arrestados en sus lugares de trabajo, o los han "perdido" en centros de detención. Pero también en esas aulas se vive el gozo de afirmar la propia identidad con cuestionamientos tan fundamentales como: ¿Quién soy yo? La felicidad de descubrirse a sí misma, a sí mismo, ya no rebasa mi sentido común, ahora lo entiendo: Sucede un gran momento; Desde nuestras circunstancias nos descubrimos hijas e hijos de Dios. Como inmigrantes somos "El prójimo"; no somos ni amenaza ni competencia, la imagen de Dios no es otra que la persona, por lo cual nuestro rostro, como el rostro de Jesús, es reflejo pleno de la trascendencia absoluta de Dios. Por instinto natural buscamos la justicia y la paz. Un impulso nos mueve a hacer efectiva nuestra misión profética, a darle significado al Evangelio buscando caminos justos, dignos, compasivos, solidarios... Nace un impulso por rechazar lo incompatible a una sociedad humana, a algunos medios de comunicación que explotan el sufrimiento, que venden el dolor de las familias desmembradas por las deportaciones. El fin de esos medios es el lucro del dolor humano, no es denunciar la persecución y la opresión. No podemos callar ante los comentarios de presentadores de noticias como: "Los inmigrantes marcharon por las calles exigiendo se respeten sus derechos...un momento, no tienen derechos, ¿Cuáles derechos?" La Declaración Universal de los Derechos Humanos (Art.2) confirma que estos Derechos se aplican a todas las personas "sin distinción de ningún tipo, tales como raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política u otra, origen social o nacional, propiedad, nacimiento u otro status". Sé que como a los "Once millones", Dios señaló un camino a aquellos seres humanos de las primeras migraciones hace más de 50.000 años para que no murieran. Los humanos seguimos migrando porque está en nuestra información genética. Se lucha por la vida hasta morir. Pido a Dios que me ayude a descubrir los recursos, las palabras y las plataformas para llamar a las conciencias de mis hermanas y hermanos que han dibujado con sus pasos, caminos con líneas de flechas rojas sobre los continentes de nuestro planeta, para que no se acostumbren al maltrato. Maltratar o ser maltratadas, maltratados, no está bien, no es moral. Que se entienda de una vez por todas: No es moral que en los mares, en los cerros y desiertos del mundo aparezcan cadáveres de mujeres, hombres y niños inmigrantes cada día y nadie diga nada. La migración es un derecho; Los que persiguen, acorralan, o provocan la muerte de los inmigrantes, lo están haciendo con Dios. Dios mismo representa la causa del extranjero: "No maltrates ni oprimas a los extranjeros, pues también tú y tu pueblo fueron extranjeros en Egipto" (Éxodo 23:9).
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