El Tribunal de los derechos humanos del Québec, Canadá, ha ordenado retirar el crucifijo de la Sala del Consejo de la ciudad de Saguenay. Esta resolución encuentra bastante consenso en la sociedad, pero es fuertemente combatida por unas minorías. Sigue el crucifijo, pero no es imposible que sus días estén contados.
Los clavos de los que penden todos los crucifijos colgados en los lugares públicos del Québec comienzan a debilitarse. Solo hace falta la queja de un ciudadano o de un lobby para que vayan cayendo uno tras otro. Correcto. Vivimos en un estado laico en el que los símbolos religiosos ya no tienen lugar. Nada de cruces, de budas, de hanukkah. Lindas paredes limpias. Lindas paredes vacías. A imagen de nuestra sociedad que ya no cree en nada, nuestras paredes quedan cubiertas de nada. Dentro de algunos años, para ver un crucifijo, habrá que ir a un espectáculo de Madonna. Está bien, pero es una pena. Porque un crucifijo es algo lindo. No me refiero al valor artístico o cultural de la cosa. Un crucifijo es una cosa linda porque va tan claramente a contracorriente. Sobran en el mundo los símbolos de poder: el águila, el oso, el león, la estrella… Llega un hombre casi desnudo que se está muriendo en una cruz. Tan perdedor y, sin embargo, tan poderoso. Y esto es poderoso porque no hay nada más conmovedor. ¿Qué es un crucifijo sino la representación de un hombre que entrega su vida? Cuando miro un crucifijo, no pienso ni en la inquisición, ni en las cruzadas, ni en el terror. No pienso en todos los horribles crímenes que cometían los religiosos mientras blandían este objeto. Pienso en el dolor de tantos inocentes que han sido víctimas de esos horrores. El problema no es ese muchacho clavado en una cruz. El problema son los mercaderes del templo que se han apropiado de ese símbolo. Que le han cambiado el sentido. Un crucifijo, para mí, no son los cristianos, los católicos, ni el Papa, ni siquiera Dios. Es solo un muchacho. Un muchacho que llega solo al final de su camino. Un muchacho que hizo todo lo que pudo. Y que terminó allí, solo. Como terminaremos todos. Los muchachos y las muchachas unidas en nuestra soledad. He visto a mi padre entregar su alma en un lecho de Hospital y parecía igual al muchacho en la cruz. Todos nos parecemos al muchacho de la cruz en nuestros últimos momentos. El crucifijo representa para mí la condición humana. Es por eso que no me molesta. Por el contrario. Me hace bien que, cada tanto, me la ponga en cara. Restablece los valores. Es como aquel hombre a quién su médico le dice que le queda poco tiempo: sus prioridades cambian. El crucifijo me produce ese efecto, me vuelve a lo esencial. Pero comprendo los argumentos de quienes quieren retirar los objetos religiosos de los lugares públicos. Sé que en una sociedad justa, no se puede imponer un símbolo más que otro. El individuo puede creer en lo que quiera. La sociedad debe mantenerse neutral. Es de una lógica implacable. Y al mismo tiempo resulta un poco desesperante. El mundo podría ser mejor si pudiéramos también creer colectivamente en algo. Una sociedad que no cree en nada, es una sociedad que no va a ninguna parte. Saquen los crucifijos si quieren, pero solo quedará en las paredes el agujero del clavo retirado. El Estado no puede ser solo una bandera. Hace falta algo más grande, abierto a todos y a todas. ¿Podríamos ponernos de acuerdo sobre el amor? Sin ofender a nadie ¿puede la sociedad nuestra proclamar que cree en el amor? No solo en el amor de día de San Valentín, sino en el de todos los días y de todos los humanos. A todos nos haría mucho bien saber que no creemos solo en los presupuestos, en las tasas y en los impuestos. Saber que creemos en algo más importante. Y sobre todo que tratamos de tender hacia eso. De practicarlo. Es preciso, entonces, encontrar un símbolo que represente el amor que nos tenemos mutuamente, y sobre todo el amor que deberíamos tenernos unos a otros ¿Se les ocurre alguna idea? Un símbolo cuya representación nos oriente hacia nosotros mismos, y hacia los demás. Porque con tanto desnudar nuestras paredes, me temo que algún día también queden vacíos nuestros mismos corazones.
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