Karl Rahner escribió: “en el siglo XXI los cristianos serán místicos o no lo serán”. Sin entrar en la disputa de si esta frase es original del teólogo K. Rahner o del novelista francés A. Malraux o de…, lo cierto es que en esta frase lapidaria de futuro se atisba una laicización de la mística; es decir, la mística no puede ser monopolio de clérigos ni del cenobio ni del ermitaño; o lo que es lo mismo, de aquellos que “huyen del mundo” y tienen como epicentro de esa “huida” el celibato. La mística ha de ser patrimonio del pueblo de Dios.
Por ello, cuando hablo de laicizar la mística, me refiero al término “laico” en su etimología, es decir, “pueblo” y no de potenciar al laico como opuesto al monje o al clérigo. Es más, tanto el clérigo como el monje y la monja, en cuanto que ellos también son pueblo de Dios, han de ser místicos laicos. ¿Alguien conoce a algún místico laico a través de la historia de la Iglesia, que haya sido reconocido como tal? ¿Cuántos santos laicos hay en el santoral? Se pueden contar con los dedos de la mano. La santidad, la mística ha de ser patrimonio de todo bautizado. Creo que Rahner, como uno de los teólogos más brillante del concilio Vaticano II, augura una democratización de la mística. A manera de digresión, pero significativa: ¿Hasta cuándo, por ejemplo, el pueblo de Dios debe intervenir en todos los asuntos de la Iglesia? En este Sínodo sobre la familia quienes han votado las conclusiones para posteriores decisiones han sido los obispos. Los matrimonios presentes han dado su testimonio, pero sin decidir con su voto. Nos resulta lejano en el tiempo y, sobre todo, en la praxis eclesial aquello de Cipriano, obispo de Cartago, en su epístola 14, como paradigma de su actuación pastoral: “Nada sin vuestro consentimiento (el de los presbíteros) y sin el del pueblo”. Ahora bien, cuando uno se acerca a escritos y manuales sobre la mística, nos indican que se trata de una experiencia intensa de Dios hasta el punto de que o bien se experimentan sensaciones extraordinarias, como el éxtasis, o bien se abandona todo lo que a uno le rodea para dedicarse exclusivamente a la oración, a la contemplación de esa Divinidad que se ha manifestado gozosamente. No digo que esto no ocurra (conozco algún caso), pero cuando se dice que el cristiano o es místico o no es cristiano, se está refiriendo a una experiencia de Dios más doméstica y ordinaria. Jesús de Nazaret tuvo una experiencia intensa y gozosa de Dios en el monte Tabor, como también la tuvieron los tres discípulos que le acompañaron, pero su relación ordinaria con el Padre era más corriente, más vulgar, si se quiere, pero no por ello menos gozosa, incluso la de Getsemaní, que vendría a ser la noche oscura de los místicos. Es la vivencia a la que se refiere D. Bonhoeffer, pues “hemos de vivir en el mundo etsi Deus non daretur (como si Dios no existiera)… Dios es impotente y débil en el mundo, y precisamente sólo así está Dios con nosotros y nos ayuda”. Tengo siempre presente la vivencia religiosa de una tía mía en un pueblecito extremeño durante la dictadura franquista. Solía decir que ella no era una “beata”, porque no iba a Misa los domingos, sólo en Navidad y Semana Santa; pero era “religiosa”, porque rezaba todos los días a Dios cuando se levantaba y acostaba; y recalcaba con cierta ironía:”Aunque soy pobre, doy de lo que tengo; dinero, no, porque no tengo, pero sí, pan, fruta, aceite… a quien se acerca a mi puerta con alguna necesidad”. Y solía apostillar: “No quiero ser como algunas “beatas” que van a Misa todos los domingos y luego no dan una limosna al pobre que se acerca a su puerta”. En el pueblo se sabía de sobra a quiénes se refería. Partiendo de la experiencia religiosa, no “beata”, de Jesús de Nazaret y de mi tía Gregoria, creo que el cristiano ha de ser místico si quiere ser cristiano y no un mero bautizado, que, en ocasiones tal vez, participa de algún rito religioso. Su experiencia religiosa, si es profunda, no ha de ser otra que vivir, sentir y disfrutar del Ser trascendente, del Misterio en el que uno se fundamenta y está inmerso. Blas de Otero nos recuerda mediante una metáfora radiante que Dios es el ancla de nuestra existencia. Y de ahí tiene que brotar el reconocimiento del cristiano (y del ser humano en general) por sentirse anclado en la roca firme del Misterio, del Ser trascendente. Pero, aunque esa experiencia religiosa puede ser de diferente intensidad, no obstante tiene que ser el de una “mística de los ojos abiertos”, como le gustaba decir al teólogo JB. Metz. En la literatura monacal decir mística es decir contemplación. Contemplar es un vocablo estático, cuya lexía nos remite al templo, al espacio exclusivo del monje/a y del clérigo. A la mística laica, sin embargo, del que vive, siente y disfruta del Ser trascendente, le corresponde mirar, admirar y admirarse. Si uno vive es porque tiene un periscopio en su existencia que le pone en contacto con lo que acontece a su alrededor y nada de lo que ocurre en el mundo le es ajeno, como insistía Tertuliano. Si uno siente es porque admira desde dentro de sí su propia realidad y también la que se manifiesta como un tú, incluido el Tú trascendente. Si uno goza y disfruta es porque se admira de la presencia del Invisible en la belleza del cosmos; porque siente desde lo hondo el regalo de las cosas creadas por Dios y, por ello, se lo agradece “en éxtasis de gritos”, como escribe JM Valverde, un laico místico, en su bello poema Oración por nosotros los poetas. No en vano escribía Aristóteles que del admirarse, del maravillarse brota la filosofía, el amor al conocimiento. Mediante esa experiencia mística, del admirarse profundamente religioso, surge un conocimiento nuevo de Dios, que no es el teológico, ni el del catecismo, ni una aceptación puramente doctrinal de la doctrina cristiana. Es, a modo de conclusión, la experiencia mística de Blas de Otero en su Cántico espiritual. Parte del hecho de que como ser humano es una “vana potestad de ausencias”, si Dios no está a su lado, es decir, para él lo Trascendente es lo que fundamenta y da consistencia a su ser existencial. Desde esa radicalidad espera y suspira la “llegada de Dios” a sus andenes. Dios será quien irrumpa en la “yerba silenciosa” del ser humano y se produce así un conocimiento nuevo y una recreación nueva de la propia existencia y de todas las cosas (el existencial sobrenatural de los filósofos). Pero para que ese “abismal deleite”, que supone el encuentro amoroso con Dios, no se quede en un narcisismo solipsista, hay que suplicar a Dios “unas manos bienhechoras”, para que desde esa nueva mirada se lleve a cabo un compromiso radical con el quehacer humano en la historia. En el caso de este místico laico su praxis se fundamenta en que “sin Dios no se puede aupar hasta el cielo” una realidad humana con tantos escombros y en la paz social, fruto de la justicia, que viene a ser su seña de identidad como hombre de bien, hasta el punto de que “yo doy todos mis versos por un hombre/ en paz…”
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