El Vaticano II fue no fue un punto de llegada, sino de partida, un “nuevo comienzo”, el “principio del principio”, en expresiones de Karl Rahner, uno de los teólogos más influyentes en el Concilio. Pero enseguida se abandonó para seguir otra dirección. Puso en marcha una reforma moderada de la Iglesia católica, que nunca se llevó a la práctica o se quedó a medio camino. Hubo, ciertamente, cambios importantes. Negarlos, sería muestra de ceguera y falta de rigor en el análisis.
He aquí algunos de los más significativos: de la Iglesia como sociedad perfecta a la Iglesia como comunidad de creyentes; del mundo como enemigo del alma, al mundo como espacio privilegiado donde vivir la fe cristiana; de la condena de la Modernidad, la consideración de “hermanos separados” a los cristianos de las iglesias no católicas y de los anatemas contras las religiones no cristianas, al diálogo con la cultura y la ciencia, superando etapas anteriores de enfrentamientos; de la condena de los derechos humanos como contrarios a la ley natural a su reconocimiento por Juan XXIII en la encíclica Pacem in terris y por el Concilio en la Constitución sobre la Iglesia en el Mundo Actual; de la crítica de la secularización como contraria al cristianismo, a la defensa de la misma entendida como autonomía de las realidades temporales en cuyo clima es necesario vivir la experiencia religiosa; de la Iglesia “siempre la misma”, inmutable, a la Iglesia en permanente reforma; de la consideración de la Iglesia católica como única religión verdadera, al reconocimiento de las otras religiones como caminos de salvación; del autoritarismo “piano” (Pío: Pío IX, X, XI y XII) al gobierno conciliar de Juan XXIII; de la Cristiandad como única forma de realización de la fe en Jesús de Nazaret al Cristianismo en sus plurales expresiones culturales; del pensamiento único, la actitud pre-ilustrada y la conciencia pre-crítica, al pluralismo, la aceptación de la Ilustración y del pensamiento crítico; de la pertenencia a la Iglesia como condición necesaria para la salvación, a la libertad religiosa como derecho humano fundamental. Más, a pesar de estos cambios, la estructura jerárquico-piramidal y la organización patriarcal se mantuvieron intactas. El Vaticano II definió a la Iglesia como pueblo de Dios y afirmó la igualdad de todos los cristianos por el bautismo, pero, al mismo tiempo, ratificó la “constitución jerárquica de la Iglesia” y el primado del Romano Pontífice y su magisterio infalible como objeto firme de fe. La propia colegialidad de los obispos, que parecía una aportación fundamental del Concilio se vio neutralizada por la Nota explicativa, impuesta por Pablo VI, que aparece al final de la Constitución “Luz de las gentes” y refuerza el poder papal. El mantenimiento de la estructura jerárquico-piramidal y de la organización patriarcal hizo imposible la reforma de la Iglesia. Tampoco el diálogo que defendió el Vaticano II fue real y simétrico, sino un diálogo de mitrados, que solo se representaban a sí mismos, con la exclusión de los laicos, sacerdotes, religiosos, religiosas. Afirmó la diferencia esencial, “no solo de grado”, entre el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico y estableció la división de funciones entre sacerdotes y laicos. Sin llegar a afirmar el viejo principio excluyente del “fuera de la Iglesia no hay salvación”, el Vaticano II defiende que la Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia católica y sigue empleando el lenguaje preconciliar de “hermanos separados” (Decreto sobre Ecumenismo, 12). Hay, por tanto, una actitud de superioridad, que impide el diálogo simétrico. Las mujeres estuvieron ausentes del Aula conciliar. En una de las sesiones fueron nombradas auditoras algunas, como la española Pilar Bellosillo y la uruguaya Gladys Parentelli, pero sin voz, ni voto. No se abordó el tema del sacerdocio de las mujeres, como tampoco su acceso a espacios de responsabilidad en la Iglesia católica. Cuando posteriormente crecieron las reivindicaciones del sacerdocio femenino y surgieron estudios bíblicos, teológicos e históricos favorables al mismo, los papas Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI zanjaron el tema alegando que la exclusión de las mujeres del sacerdocio era voluntad de Jesús y por tanto, de Dios mismo. ¡La discriminación de la mujer en la Iglesia católica, voluntad divina! Con razón afirman algunos intérpretes, como Giovanni Franzoni que en cierta medida la involución comenzó con el propio Pablo VI, que domesticó el Concilio y enfrió el Postconcilio.
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