Lo que tienen que anunciar los discípulos –sea cual sea el modo como los reciban- es que “está cerca de vosotros el Reino de Dios”.
Si por “Reino de Dios”, como veíamos en el comentario de la semana anterior, hay que entender el Misterio último de lo Real (Lo que es), resulta evidente que esa es la Buena Noticia: Nuestra identidad última no es el yo, vacío, carenciado e impermanente, sino el Misterio pleno, radiante y siempre estable. La tristeza –como la soledad, la frustración, la ira, el miedo, los celos, el resentimiento, el egoísmo…- es síntoma de una sola cosa: de que hemos olvidado nuestra verdadera identidad y nos hemos identificado con lo que no somos. En definitiva, que estamos respondiendo equivocadamente a la pregunta “¿quién soy yo?”. Cuando estoy identificado con el ego, no puedo ver la vida y todo lo que ocurre, sino desde su perspectiva estrecha y engañosa. Desde ahí, no actuaré en libertad, sino que reaccionaré, según los juicios elaborados por el mismo. Pero la reacción no logrará otra cosa que inflar aún más el ego –que se “cargará de razón”-, descalificar al otro y destruir toda posibilidad de encuentro y de reconciliación. Porque juzgaré a la otra persona según responda o no a mis necesidades y expectativas, entrando en una espiral de difícil solución. Si, por el contrario, puedo anclarme en mi verdadera identidad (“el Reino de Dios”, lo llamaba Jesús), experimentaré dos cosas imposibles desde la perspectiva anterior: por un lado, quien soy no se verá afectado por nada de lo que le digan o hagan; por otro, no emitiré ningún tipo de juicio hacia la otra persona, por dos motivos: porque sé que todo lo hace no es sino fruto de su propio sufrimiento, de la ignorancia o de su “programación” cerebral; y porque, al estar situado en mi verdadera identidad, sé también que se trata de una identidad que compartimos. En todo caso, el otro hace lo que puede y lo que sabe. ¿Tiene sentido el juicio o la condena? Esa identidad se llama también Gozo. Y ese es, según Jesús, el motivo real de nuestra alegría. Mejor dicho: no necesitamos ningún “motivo” para estar alegres –ni aunque tuviéramos poder para “expulsar demonios”-, porque, cuando estamos en nuestra verdadera identidad, emerge una “alegría sin motivo”, la “perfecta alegría”, de que hablaba Francisco de Asís. Es una alegría que nunca se puede perder –“os alegraréis con una alegría que nadie os podrá quitar”, dice Jesús en el cuarto evangelio: Jn 16,22-, porque constituye justamente el núcleo de lo que somos. Aun con su peculiar estilo y sin compartir todo lo que en él se afirma, en Un Curso de Milagros puede leerse algo similar: “La tristeza es señal de que prefieres desempeñar otro papel en lugar del que Dios te ha encomendado… Comprende que tu papel es ser feliz” (Un Curso de Milagros. Libro de Ejercicios, Lección 100.5.7). “Vuestros nombres están inscritos en el cielo”: nuestra identidad, compartida y no-dual, es permanente y no puede verse afectada negativamente por nada de lo que ocurra. Se trata solo de “abrir los ojos”, caer en la cuenta, salir de las trampas laberínticas del ego, así como de sus “juegos” de etiquetas y de juicios.
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