En 1999 André Glucksmann, uno de los llamados nuevos filósofos, escribió un libro titulado "La tercera muerte de Dios". Sostenía que a lo largo de la historia ha habido tres muertes de la divinidad: la primera es la de Jesús en la cruz; la segunda, la promovida por los filósofos del siglo XIX, Marx y Nietzsche a la cabeza; la tercera es la actual, la de la indiferencia frente a un Dios inactivo ante las matanzas del siglo XX, desde la primera guerra mundial hasta el genocidio de Ruanda. "La religión es el vínculo social. Cuando ese vínculo se convierte en guerra, corrupción, tortura y exterminio, una religión que aparta la mirada y se retira de puntillas está fallando y pierde la partida. Jaque mate".
Cabe preguntarse por qué precisamente ahora la existencia de un mal generalizado cuestiona a Dios, siendo así que siempre en la historia se han dado masacres y exterminaciones. Durante siglos la persona humana, limitada en su existencia a un ámbito reducido, se sentía participante de un cosmos presidido por Dios. Sin duda existían la violencia, la enfermedad y la muerte pero formaban parte de un destino global grandioso, del que cada uno era apenas una pequeña pieza. Es la Ilustración la que, poniendo la mirada en la persona humana concreta como alguien sujeto de derechos, siente como una injusticia lo que esa persona tenga que sufrir por el hecho de estar en el mundo. En 1755 tuvo lugar el terremoto de Lisboa, que causó entre 80 y 100.000 muertos, que fue seguido de un maremoto y de incendios que aniquilaron prácticamente la capital portuguesa y que llevó la muerte y la destrucción hasta el interior de España. Ese acontecimiento se vivió en la Europa ilustrada como un gran escándalo y un enorme desafío. Leibniz se sintió obligado a escribir su Teodicea, una justificación de Dios a pesar del mal, y Voltaire a ridiculizarla en su novela Candide. En definitiva se trataba de la cuestión: ¿se puede seguir creyendo en Dios a pesar del dolor, de la injusticia y de la barbarie que El no evita o no reprime? La importancia de esa pregunta, soslayada durante tanto tiempo en la teología cristiana, empieza ahora a situarse en el centro de la reflexión. Más aún: se va viendo cada vez más claro que la lucha contra el mal y el sufrimiento constituyó la línea más importante de la actuación de Jesús. Una Iglesia que no la ponga en el centro de su reflexión y de su actividad cosechará la indiferencia que señalaba Glucksmann. Dorothee Sölle, la teóloga alemana, escribió un libro sobre el sufrimiento. En él cuenta que había mucha gente que, al conocer lo sucedido en Auschwitz, se preguntaba dónde estaba Dios. Ella responde: "Durante la época nazi en Alemania, Dios había sido pequeño y débil. Dios era –de hecho– impotente, porque no tenía amigas y amigos; el Espíritu de Dios no tenía donde morar; el sol de Dios, el sol de justicia, no brillaba. El Dios que necesita a los seres humanos para ser, era una nada. [...] Dios no es el Vencedor todopoderoso, sino el que está al lado de los pobres y los desfavorecidos. Un Dios que sigue estando oculto en el mundo y que quiere hacerse visible". Y añade: "Cuando hube comprendido lo que había pasado en el campo de concentración de Auschwitz, me adherí al movimiento en favor de la paz. No me desentendí de Dios, como hacen muchos, cargando sobre él toda la responsabilidad. Sino que comprendí que Dios nos necesita para realizar lo que él pretendía con la creación. Dios sueña con nosotros. Y no hemos de dejarle que sueñe solo". Este texto precioso señala lo que debe ser el objetivo primero de la Iglesia: la lucha contra el sufrimiento. No es el culto su tarea primera sino la compasión, el consuelo, la denuncia. Los dirigentes eclesiásticos españoles alardean, sin duda con razón, de que diez millones de fieles acuden cada domingo a la iglesia. Es una cifra alentadora pero no debería ser la más importante sino la de los millones que están en ONGs, tienen iniciativas solidarias, realizan tareas de acompañamiento y de denuncia. El culto es importante pero lo primero es el combate contra el sufrimiento. Queda, sin embargo, algo importante que añadir. En el libro citado anteriormente, Dorothee Sölle escribe: "No es ninguna casualidad que en toda reflexión cristiana sobre el sufrimiento surjan elementos místicos... El dolor físico de dar a luz, que se usó siempre como metáfora del sufrimiento, no es comparable al dolor sin sentido del cálculo renal. Los místicos han intentado transformar todo sufrimiento que nos afecta en sufrimiento de parto y suprimir así toda falta de sentido". Junto a la lucha contra el dolor humano, la Iglesia ha de enseñar la vivencia mística en el sufrir. No es una tarea fácil porque sólo podrán acometerla quienes hayan vivido esa experiencia. Los demás, como al comienzo los amigos de Job, han de reducirse a aportar su silencio. Pero quienes ha sufrido profundamente podrán hablar de la compañía de Dios. Un amigo mío sacerdote tuvo que estar colgado durante tres meses tras un accidente que le hundió el esternón. Le visitaron y trataron de animarle desde el obispo hasta muchos colegas y amigos. Al final me confesó: "El único que me aportó algo fue un cura mayor que se sentaba a mi lado en silencio y me decía: sufres mucho ¿verdad?" Esta anécdota me ha hecho reflexionar sobre el hecho de la compañía. Quien se siente solo puede conocer que es difícil vivir sin compañía. No es fácil, en cambio, explicar qué es lo que la compañía aporta. Es algo sutil, impalpable, difícil de definir pero ciertamente real. La compañía, aun la silenciosa, aporta una certidumbre: no estás solo. Y también una promesa: en lo que de mí dependa, no lo estarás jamás. En la vida del creyente, pero en especial en los momentos de sufrimiento, Dios es el Dios que acompaña. En unas notas sobre su propia enfermedad Mari Patxi Ayerra terminaba de este modo: "Cuando todos se van, Dios se queda". Dios nos acompaña y nos promete definitivamente: no estás sólo ni lo estarás jamás. En su novela "El hombre que fue jueves" uno de los protagonistas echa en cara a Domingo, el jefe desconocido, los sufrimientos que han debido soportar. "¿Y tú –gritó Syme con voz espantosa- ¿has sufrido tú alguna vez?... Y antes de que la oscuridad aniquilara su espíritu, Syme creyó oír una voz distante que repetía aquel lugar común que alguna otra vez había oído, quién sabe dónde: ¿Podréis beber la copa que yo bebo?"
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