Es posible que haya llegado el momento de poner nuestra estructura espiritual patas arriba. Llevamos dos mil años apretando tuercas con el mismo gesto robótico y alienante que lo hacía Charlot en la cadena de montaje en Tiempos Modernos. Una cadena rígida en la fe -glacial cilicio de conciencias- cerrada a toda opción de cuestionamiento serio del porqué y el para qué de la tarea. Un "Siete llaves al sepulcro del Cid" del regeneracionista Joaquín Costa, que veta el acceso a elegir con libertad el propio destino.
Todas las escrituras –las gráficas, con minúscula, y las dichas Sagradas, con mayúscula- son sedentarias y definitivas. Mientras que el Verbo, que flotó siempre soberano sobre las aguas perennemente en movimiento de la vida, es nómada e hijo del viento. Por eso no nos convence la afirmación del gran teólogo Henri De Lubac quien, con motivo del Vaticano II, escribió que hay que reencontrar hoy "la inteligencia espiritual de la Escritura tal cual los siglos cristianos la han entendido". Desgraciadamente las Instituciones eclesiales han continuado tratando los temas de fe y costumbres "tal cual", como si nada hubiera ocurrido en el mundo después de veinte siglos. Un Dios espíritu –por lo tanto intangible- que, como Elías, únicamente podemos sentir que está pasando, no puede ser aprisionado por la mente del hombre en el cofre de un firmamento espacio-temporal que no le incumbe. No podemos seguir cayendo en la tentación del llamado anacronismo histórico y continuar aplicando a presupuestos y categorías actuales, principios que rigieron una realidad del pasado. Todas las escrituras –también las bíblicas- son polisémicas; es decir, que admiten varios sentidos, múltiples lecturas. Ya San Gregorio Magno manifestó hace mil quinientos años esta moderna visión de la Semiología. Decía el ilustrado papa: "Scriptura sacra (...) aliquo modo cum legentibus crescit". La Sagrada Escritura –ente vivo por naturaleza- de alguna manera crece con sus lectores. Todo cuanto de Dios se dice procede del hombre. La imagen que de Él tenemos ha sido labrada por el cincel de nuestras experiencias, nuestra historia, nuestra educación, nuestros temores, nuestras esperanzas. De ahí que haya tantas representaciones de Dios como personas. Un constructo mental éste –y en consecuencia una entidad hipotética indemostrable- que ha condicionado las relaciones con el Ser Supremo hasta nuestros días. Unas relaciones definidas en manera de pensar, de sentir y de actuar con referencia a dicho Ser Supremo. Términos como todopoderoso, eterno, omnipresente, creador, etc. aplicados a Él –el Indecible- apuntan el empeño de un camino inadecuado. Ni adjetivos, ni sustantivos ni verbos le son propios. Cualquier dimensión de la semántica lingüística no es sino mera epifanía de sombras alegóricas como las de la Caverna de Platón. La primera y más nefasta consecuencia fue la de imaginarle como un personaje externo cuya cólera había que aplacar. Del insondable techo del universo colgaba la espada amenazante de un Damocles divino cuyos arrebatos de ira era preciso calmar con ofrendas y plegarias. Un avaro mercadeo para conseguir sus favores. El Judaísmo primero y luego el Cristianismo heredero suyo, han mantenido básicamente este mismo concepto transaccional hasta nuestros días. El hombre se aproxima al "Ser en Esencia" desde su "ser en existencia" como única vía de posible acceso. Es un "más acá del más allá" donde la otra realidad está encarnada y donde también Adán, a su vez le puede mentalmente moldear como alfarero. Ese Dios aquí y ahora –y dentro, que no fuera de mí- es el que en verdad nos interesa. Un Dios que, amasado en nuestro ser, se desarrolla y crece en nuestro hacer. Partir del hombre –que conocemos- para llegar a Dios –que no conocemos- parece la vía que salvaguarda mejor dicho conocimiento. Y esto es la vida con Presencia: una Sinfonía Inacabada a cuya partitura, cada época y cada persona añade nuevas melodías inspiradas por los signos de los tiempos. Nueva contextualización, nuevos desarrollos y cesuras, nuevos motivos musicales, nuevos ritmos, timbres y texturas. Quizás una manera de poner nuestra estructura espiritual patas arriba, como decíamos al comienzo, sea tomar el testigo del héroe de Umberto Giordano, Andrea Chénier, un revolucionario –un indignado diríamos hoy- que creía en el amor. Este era su destino soñado: "¡Qué lleno de gloria estaba mi camino!... ¡Despertar la conciencia en el corazón de las gentes! ¡Recoger las lágrimas de los vencidos y los que sufren! ¡Hacer del mundo un panteón! ¡Hacer de los hombres dioses, y en un solo beso y un solo abrazo amar a todas las gentes!" En el Acto I de la obra relata con un desgarrador lamento la pérdida de la fe en el Dios de tejas abajo antes descubierto: "Y, lleno de amor, quise rezar. Crucé el umbral de una iglesia; un cura, en las hornacinas de los santos y de la Virgen, acumulaba dones y a su sordo oído un viejo tembloroso pedía pan en vano, y en vano tendía la mano. Crucé el umbral de las viviendas. Un hombre, blasfemando, maldecía la tierra que apenas le daba para pagar al fisco, y contra Dios y los hombres arrojaba las lágrimas de sus hijos. Entre tanta miseria, ¿qué hace la gente distinguida?"
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