Si hay una palabra que recorre todas las tradiciones de sabiduría, esa palabra es “despertar”. Probablemente, en los evangelios sinópticos se ha interpretado desde categorías míticas, con lo que se le ha otorgado un carácter individualista y moralizante.
Según esa interpretación, “estar despierto” parecía equivaler a mantener un adecuado comportamiento moral para, de ese modo, alcanzar la salvación (individual, o del yo). Es comprensible que, en aquel contexto histórico y cultural, se hiciera ese tipo de lectura. Sin embargo, me parece que la invitación original a “despertar” reviste una hondura infinitamente mayor, que conecta con aquella palabra con la que Jesús inicia su actividad pública: “Convertíos”. También la “conversión” se ha leído en clave moralizante. En realidad, se trata –si nos atenemos al original- de una “metanoia”, es decir de un nuevo modo de ver o de conocer, de un “conocer más allá de la mente”. Con lo cual, la conversión y el despertar son dos modos de referirse a la misma realidad. ¿Qué significa “despertar”? ¿En qué “sueño” estamos sumidos? ¿Cómo darnos cuenta de que estamos “dormidos”? ¿Hay algo que podamos hacer?... Todas esas cuestiones me son evocadas por la invitación que aparece en boca de Jesús: “Estad siempre despiertos”. Parece que lo característico del sueño es la confusión: de hecho, cuando estamos dormidos, confundimos lo que aparece con la realidad, sin ser conscientes de que es el propio soñador el que crea el mundo onírico al que, mientras dura el sueño, toma como real. Es solo al despertar cuando se da cuenta de lo ocurrido. En ese momento, desaparece la confusión y sonríe ante el recuerdo de las imágenes que había tomado como reales. Esa sonrisa no es otra cosa que el efecto de la comprensión y el signo de la liberación frente a las fantasías oníricas. Volvamos ahora a nuestra vida de vigilia. De un modo similar a lo que ocurre en el sueño, sabemos que estamos dormidos siempre que experimentamos confusión y sufrimiento: no sabemos reconocernos en nuestra verdadera identidad y no logramos liberarnos del sufrimiento; tanto la confusión como el malestar emocional son hijos de la ignorancia básica, que caracteriza al “sueño”. Hasta tal punto, que una y otro no desaparecerán hasta que no encontremos la respuesta adecuada a la pregunta “¿quién soy yo?”, es decir, hasta que no despertemos. El signo más claro de estar dormidos es el sufrimiento. Porque así como el dolor es inevitable, el sufrimiento siempre es opcional: aparece cuando nos reducimos a lo que no somos. Al identificarnos con el cuerpo, la mente, los pensamientos, los sentimientos, las circunstancias que nos ocurren…, suceden dos cosas: por una parte, nos reducimos a un “objeto” –pensando que somos aquello con lo que, inconscientemente, nos habíamos identificado-; por otra, quedamos a merced de ello mismo. Así, bastará un problema corporal o una adversidad emocional, para pensar que “yo” estoy en peligro y sumirme en el sufrimiento. Leído desde otra perspectiva, esto significa que podemos ver cualquier sufrimiento como una “alerta” que nos está invitando a salir del engaño en que nos encontrábamos y “despertar” a nuestra verdadera identidad. Despertamos cuando reconocemos que no somos ningún “objeto”, sino la Consciencia ilimitada y no-dual, que se expresa temporalmente en la forma de este “yo”. Por eso, lo que somos no es afectado por nada que pueda ocurrir. Es claro que el despertar no se halla al alcance de nuestra mente –del mismo modo que quien está dormido no se despierta cuando quiere: la voluntad no es capaz de “trasladarnos” de un estado de conciencia a otro-. Sin embargo, hay algo en lo que podemos adiestrarnos: en el reconocimiento de lo que no somos. De esa manera, podremos deshacer identificaciones y, como si el velo se fuera descorriendo, podrá emerger la consciencia límpida de nuestra verdadera identidad. “No soy mi cuerpo, no soy mi mente, no soy esta circunstancia, no soy esta reacción, no soy este «yo»…, no soy nada de lo que pueda observar”. La conclusión brotará por sí misma: soy Eso que observa y que, siendo, no puede ser observado. La persona despierta es la que lo ha experimentado y, gracias a ello, vive anclada, enraizada y conectada a su verdadera identidad, al “Yo Soy” universal y no-dual, al que también el propio Jesús se refería. Para terminar el comentario, quiero traer el testimonio de un hombre acerca de la experiencia de su propio despertar. Se trata de Tony Parsons, y lo describe de este modo: “La iluminación no tenía nada que ver con mi esfuerzo por cambiar como soy, o la manera en que vivo o aun con cambiar la vida en absoluto. Sí tenía que ver, sin embargo, con un cambio total en la comprensión de «quién soy realmente». Todo está aconteciendo a través de ti. Hay un tremendo alivio cuando se abraza esta comprensión: toda culpa desaparece, ya no hay más lamentos y se ve que has sido traído a sentarte aquí y a escuchar esto. Cesa toda lucha, y el esfuerzo por hacer que la vida de uno funcione pierde repentinamente sentido. Es entonces, en ese relajarse y dejar que fluya la vida, cuando se abre una nueva posibilidad…”.
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