Llueve. No me resigno a los cristales. Llueve en esta iracundia estival, 37º C de sensación térmica.
Llueve y la creación responde. A unos cien metros dos caballos corren, gozan de refrescarse, juegan. Los gansos siguen su deambular comunitario; los patos buscan el charco, chapotean en el barro. Sube la intensidad, golpeteo insistente, crescendo. Se escucha el galope doble que busca refugio. El pollo que no llega a la quincena se cobija bajo la madre, ésta bajo la mesa bajo el roble: triple barrera y el bebé se mantiene razonablemente seco. Vengo siguiendo el entrenamiento desde el día en que el único huevo se abrió. La primera salida de la gallina, a puro cacareo intimidatorio, hacia los primeros alimentos. El salto desde el nido con el pichón en el pico un par de días después. Los primeros pasos; la elección de comida muy supervisada por la hembra que tragaba velozmente todo lo que el crío no pudiese procesar, la primera uva pelada para que le llegase sólo la pulpa, el hollejo inaugural. La enseñanza de la limpieza de plumas y de cómo ahuyentar mosquitos a picotazos. Hoy, ya los separa un metro y la gallina no desespera, lo deja hacer aun en esta llovizna. Los gansos imperturbables incluso cuando el gotear aumenta, apenas una curva en el cogote o un aleteo para el secado. El resto del tiempo una inmovilidad que obliga a cuestionarse si han caído bajo algún hechizo petrificador lanzado con varita de lluvia. El sistema de vigías, distintas direcciones de observación para cada cual; protección de la bandada que recae en la tarea pequeña, sostenida y precisa de absolutamente todos los miembros. Llueve menos ahora. El sol se abre un hilo entre los nubarrones, entre el roble y la araucaria. Cómo despierta la tierra con la lluvia. Cae silenciosa por unos instantes, las flores pujan nuevas turgencias, todo reluce en verdor más límpido. En el fondo de la tierra, en lo invisible, la humedad convoca nutrientes, inflama semillas hasta explotarlas en brote. En el interjuego de lo que llega desde afuera, de ese llanto gozoso del cielo, con lo que late en lo profundo; en el entramado de lo más novedoso de la simiente con el suelo aromado por siglos de sedimentos. En el entrecruzamiento de los opuestos… estalla la vida. Y el gallo canta, confirmando el día nuevo. Cumplió con su tarea el manantial celeste. Vuelven trinos y gorjeos como levantados por el beso del príncipe. Todo retorna a lo habitual –como yo en un par de días regresando a mi ciudad de piedra. Un ganso lanza quién sabe qué advertencia. Los perros vienen a buscar mi saludo. Todo está igual que antes de la lluvia, pero renovado, más vital. Será eso la cuaresma. Un tiempo para que la lluvia de lo alto nos penetre las entrañas. Que revuelva las honduras y despabile lo escondido. Que nos impulse al resguardo mutuo y nos anime a la intemperie combativa. Que nos ponga en búsqueda del sol que espía en rincones inesperados. Que el “retorno a la vida” nos encuentre reconectados con los sueños.
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