En la cultura marcada por la agresividad de las fiestas taurinas, no satisfacen triunfos sin veredicto de ensañamiento. Solo en contadas ocasiones se devuelve vivo a los corrales a un noble Miura, a la vez que se aplaude la faena del diestro. Por el contrario, la disyuntiva de “matar o ser matado” solo deja lugar para dos clases de desfiles triunfantes: la salida en hombros por la puerta grande o la salida en camilla hacia la capilla ardiente.
La tendencia de esta cultura a juzgar y condenar se ha manifestado, a lo largo de la historia política, a través de represalias de vencedores sobre vencidos; en la historia ética y religiosa, desencadenó el fanatismo inquisitorial, controlador de la moral con la ley. Décadas después de la transición política en nuestro país, consagrada en la presente Constitución del Estado español, sigue sin realizarse la transición cultural desde el exclusivismo a la tolerancia y desde el fanatismo ortodoxo a la convivencia de laicidad y religiones. Un ejemplo patente: los comentarios inmisericordes que hemos leído recientemente con motivo del debate en torno a la protección del feto y a las decisiones conflictivas de interrupción o prosecución de un embarazo afectado de malformaciones incompatibles con la vida personal. Intenté recientemente terciar en dicha controversia desde la postura de quien tiene que atender a las personas en el ministerio espiritual. Según la mejor tradición de la práctica penitencial, el ministerio del confesionario debe ser obra de médico y abogado, más que de juez y fiscal. Al reflejar esa experiencia en un artículo sobre aborto y malformaciones (en El País, 2 de agosto, 2012), me ví expuesto a las críticas por parte del pensamiento inquisitorial, incapaz de conjugar el respeto hacia los valores con la comprensión de las excepciones. Lo paradójico es la doble ráfaga de disparos desde los dos frentes más opuestos: desde un lado llaman pro-abortista a quien se niega a enviar a la cárcel a la madre y, desde el otro lado, llaman moralista anti-feminista a quien proponga cerciorarse de que no se abusa de los supuestos o de los plazos para justificar fácilmente excepciones. El intento de una postura responsable hacia los valores y, a la vez, flexible ante las circunstancias, tropieza inevitablemente con la intolerancia de los dos extremos: unos fomentando permisividad y otros pidiendo condenación. En ambos extremos de la opinión pública persiste la confusión entre legalidad y moralidad o entre delito y pecado. Cuesta mucho esfuerzo aclarar la confusión y deshacer los malentendidos. Al menos, me parecen elementales las aclaraciones siguientes. No es de recibo transformar en delito lo que una determinada perspectiva religiosa considere pecado. Tampoco es correcto que algunas personas creyentes tengan una idea de pecado como delito, y que incluso algunas instancias eclesiásticas intenten imponer a la sociedad una idea de delito como pecado. Y conste que no son estas ideas especialmente novedosas o progresistas, sino bien tradicionales, herederas de nuestros clásicos de la ética. Recordemos el razonamiento de Francisco de Vitoria para respetar la dignidad en el morir y renunciar a la prolongación sin sentido de la vida; o la flexibilidad de Tomás de Aquino para admitir excepciones hasta en los principios más sagrados, con tal de respetar las circunstancias de las personas; o la lucidez de Suárez para no confundir el delito con el pecado y no usar la ley penal para controlar la moralidad. Como ya precisaba santo Tomás en su teología, ni todo lo que es moralmente reprobable ha de ser, por esa razón, penalizado como delito, ni el hecho de que algo no esté penalizado por la ley excluye que sea moralmente reprobable. Un parlamentario creyente puede mantener su convicción en favor de la protección total de la vida naciente y, al mismo tiempo, apoyar una legislación despenalizadora en determinados supuestos de opciones autónomas de la madre acerca de la interrupción de su embarazo. En el episodio narrado en el capítulo 8 del evangelio de San Juan, la sociedad acusadora e intolerante pretendía castigar con lapidación a una mujer sorprendida en adulterio. Estaban tratando el pecado como delito. Jesús no la condenó, la libró de que la lapidaran. Pero tampoco le dijo a la ligera que estaba muy bien lo que había hecho. Al despedirla le desea que no se vuelva a encontrar en semejante situación. Ni condenación ni complicidad, sino comprensión y misericordia. Rechazo al mal y acogida a quien, al cometerlo, se convirte en su propia víctima. Como decía Juan Pablo II, en cada aborto hay dos víctimas: el feto y la madre. Jesús enseñó y practicó el criterio que tantas veces repitió con la frase del profeta. “Compasión quiero, más que sacrificios rituales”. juan-masia-clavel-blogger
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