Muchas cosas me han pasado por la cabeza durante las cuatro horas que estuve haciendo de voluntario en un supermercado de Sant Feliu de Llobregat el pasado día 1 de diciembre, con motivo de la Campaña para la Recogida de Alimentos. En primer lugar, quiero decir que se hace cada vez más necesario ir con mucho cuidado para no tragarnos las patrañas y los embustes de quienes nos gobiernan y decirles que dejen de mentir ya de una “puñetera” vez. ¡Cómo pueden tener la desvergüenza de decir que ya hemos salido prácticamente de la crisis! En nuestro país hay mucha gente, más de la que nos imaginamos, que, además de frío durante el invierno, pasa hambre durante todo el año. De ahí las campañas que se llevan a cabo para erradicarla, especialmente por parte del Banco de Alimentos, siendo quizás la que se hace antes de Navidad la que más eco tiene. Se pasa hambre porque sigue habiendo mucha gente sin trabajo y porque lo poco que se crea sigue siendo demasiado precario. Es verdad que tenemos una renta per cápita muy alta, si la comparamos con la de la mayoría de los países del mundo, pero a costa de que unos pocos tienen muchísimo y unos “muchísimos” tienen muy poco. Pues, como muy bien sabéis, la “renta per cápita” no es el resultado de partir un pastel en “x” partes iguales, donde a todas personas las llega a corresponder la misma cantidad. Sino de partirlo de tal manera que a unos pocos les toque un trozo lo suficientemente grande como para poder llegar a hartarse, mientras a una gran mayoría les toca algo tan ínfimo como para que puedan comer muy poco o sencillamente no les toque nada y se vean condenados a pasar materialmente hambre, tal como suena.
En segundo lugar, la solidaridad y la generosidad de la gente en general. Sí, de esa gente que no aparece nunca en ningún medio de comunicación social, que coge un transporte público o que sencillamente va andando cuando tiene que trasladarse de un lugar a otro; de esos hombres y mujeres que pasan por la vida en el más absoluto anonimato; que no discuten en palestras ni en tertulias, porque no pueden, no saben o simplemente porque no encuentran interés en ello. Esas personas sinceras de corazón que es lo que a la postre importa, porque luchan con su pequeñez, con su escasez o hasta con su pobreza por erradicar la mayor de las mentiras que existen, consistente en llamar ciudadano/a a quien carece de los derechos más elementales, como es el alimento en este caso. ¿Qué queréis que os diga? A ¡mí esta gente me emociona, como así sucedió el día 1 de diciembre! Por último, los tópicos, tan incrustados a veces, que todo esto hace que caigan por tierra; hablo por mí en este caso, pues no me considero nadie como para emitir ningún tipo de juicio sobre otras personas. Me refiero concretamente a un tópico que, a lo mejor por deformación personal, me viene a la mente con cierta frecuencia. ¿Quién cree y quién no cree? ¿Qué significa creer o no creer? ¿Por qué solemos decir con tanta facilidad “soy creyente, agnóstico o ateo, o, tal vez, aquella otra persona lo es o no lo es”? ¿Cuál es el baremo que mide la creencia o la increencia de una persona? Etc. Pues bien; os puedo asegurar que al final de haber acabado esta pequeña experiencia de solicitar a la gente si tenían a bien cooperar con la campaña aportando algún alimento, llegué a la conclusión de que eso de creer no consiste en aceptar unos dogmas o asumir, con más o menos firmeza, unas verdades; o en su caso lo contrario. Que la verdadera creencia solamente tiene una identificación y que a ella solamente se llega por un camino que no es otro que el de la ética y el de las obras. Y, por lo mismo, que poco se puede creer en Dios (el que sea) si antes no se ha hecho o no se hace una opción sincera y generosa por el ser humano. Por ese ser humano próximo y cercano, anónimo la mayor parte de veces, que se encuentra despojado de lo más elemental para poder sentirse mínimamente digno.
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