No recuerdo cuándo comencé a vivir en el desierto, más bien lo que no consigo saber es cómo pude vivir fuera de él. Supe que era mi lugar desde que escuché de niño las palabras de Isaías:
“Una voz grita: En el desierto preparad un camino al Señor, allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios” (Is 40,3) Acepté la misión que se me confiaba y me fui a conocer de cerca aquel sequedal en el que tenía que intentar trazar caminos. Al principio solo la soledad y el silencio fueron mis compañeros y, junto con ellos, la convicción oscura de estar esperando a alguien que estaba a punto de llegar: “Mirad, yo envío un mensajero a prepararme el camino. De pronto, entrará en el santuario el Señor que buscáis, el mensajero de la alianza que deseáis, miradlo entrar. ¿Quién resistirá cuando él llegue? ¿Quién quedará en pie cuando aparezca?” (Ml 3,1-2) Lo había dicho Malaquías, y yo sentía que tenía que poner en pie a un pueblo aletargado. “Israel, prepárate para enfrentarte con tu Dios” (Am 4,12), había gritado Amós, otro profeta, y yo sentía arder en mi voz su misma urgencia por preparar el encuentro: “¡Se acerca el día grande, el Señor! Es más ágil que un fugitivo, más veloz que un soldado. Ese día será un día de cólera, día de angustia y aflicción, de oscuridad y tinieblas!” (So 1,14-15) –¡Llega el Ungido de Dios! ¡Haced penitencia!, comencé un día a gritar al paso de un grupo de caravaneros que me contemplaban asombrados: Será una presencia ardiente, como el fuego de un fundidor; como la lejía abrasadora que usan las lavanderas; va a sentarse a refinar la plata, os refinará y purificará como plata y oro...(Ml 3,3). Viene el Más Fuerte, va a dominar de mar a mar, del Gran Río al confín de la tierra; en su presencia se encorvarán los beduinos y sus enemigos morderán el polvo. El quebrantará por fin al opresor y salvará la vida de los pobres (Sal 72,8.4). Se corrió la noticia de mis palabras y comenzó a acudir gente, movida por una búsqueda incierta en la que yo reconocía la misma tensión que me mantenía en vigilia. Algo estaba a punto de acontecer, y me sentí empujado a trasladarme más cerca del Jordán, como si presintiera que iban a ser sus aguas el origen del nuevo nacimiento que aguardábamos con impaciencia. Muchos me pedían que los bautizara y, al sumergirse en el agua terrosa del río y resurgir de ella, sentían que su antigua vida quedaba sepultaba para siempre. Les exigía ayunos y penitencia y les anunciaba que otro los bautizaría con Espíritu. Yo solo podía hacerlo con agua: anunciaba unas bodas que no eran las mías, y yo no era digno ni de desatar la correa de las sandalias del Novio. Antes de comenzar la temporada de lluvias, en un mediodía de nubes apelmazadas y calor agobiante, se presentó un grupo de galileos y me pidieron que los bautizase. Fueron descendiendo al río, hasta que quedó en la ribera solamente uno, al que oí que llamaban Jesús. Al principio no vi en él nada que llamara particularmente mi atención y le señalé el lugar por el que podía descender más fácilmente al agua. Estábamos solos él y yo, los demás se habían marchado a recoger sus ropas junto a los álamos de la orilla. Lo miré sumergirse muy adentro del agua y, al salir, vi que se quedaba quieto, orando con un recogimiento profundo. Tenía la expresión indefinible de estar escuchando algo que le colmaba de júbilo y todo en él irradiaba una serenidad que nunca había visto en nadie.Se había levantado un viento fuerte que arrastraba los nubarrones que cubrían el cielo y comenzaban a caer gruesas gotas de lluvia. Un relámpago iluminó el cielo anunciando una tormenta que levantaba ya remolinos de polvo. Desde la ribera seguí contemplando al hombre que seguía orando inmóvil, como si nada de lo que ocurriese a su alrededor le afectara. Por fin, después de un largo rato y cuando ya diluviaba, lo vi salir lentamente del río, ponerse su túnica y alejarse en dirección al desierto. Vi lo cielos abiertos. Pasé la noche entera sin conseguir conciliar el sueño. La tormenta había limpiado el aire y una tranquila serenidad flotaba en una noche sin luna, en el que parecía que las estrellas estaban al alcance de la mano. Era como si los cielos estuvieran abiertos, lo mismo que en aquella noche de Betel en la que Jacob vio una escalera que los comunicaba con la tierra. Sin saber por qué, me vino a la memoria un texto profético que nunca había comprendido bien:“Mirad, el Señor Dios llega con poder. Como un pastor que apacienta el rebaño, su brazo lo reúne, toma en brazos a los corderos y hace recostar a las madres. (Is 40,10-11) Nunca había entendido por qué el Señor necesitaba desplegar su poder para realizar las tareas cotidianas de un pastor, ni por qué su venida, anunciada con rasgos tan severos por los profetas, consistiría finalmente en sanar, cuidar y llevar a hombros a su pueblo, sin reclamarle a cambio purificación y penitencia. Y, sin embargo, aquella noche, las palabras de Isaías invadían mi memoria de manera apremiante, junto con una extraña sensación de estar cobijado y a salvo. “¡Si es mi hijo querido Efraím, mi niño, mi encanto! Cada vez que le reprendo me acuerdo de ello, se me conmueven las entrañas y cedo a la compasión, oráculo del Señor.” (Jer 31,20) Aquella noche me ocurrieron cosas extrañas: textos que creía olvidados, o a los que nunca había prestado atención, se agolparon en mi corazón. Era como si hasta este momento solo hubiera hablado de Dios como de oídas, mientras que ahora El comenzaba a mostrarme su rostro. Recordé el rostro del galileo al que había visto orando en el río, la expresión de honda paz que irradiaba, y me pregunté si a él se le habría revelado el Dios que no es, como yo pensaba, solo poder y exigencia, sino también ternura entrañable, amor sin condiciones como el de los padres. Estaba amaneciendo y en los árboles de la orilla se oía el revuelo de los pájaros y el zurear de las palomas. Recordé las palabras del Cantar describiendo al novio: “Mi amado... Su cabeza es de oro, del más puro; sus rizos son racimos de palmera, negros como los cuervos. sus ojos, dos palomas a la vera del agua que se bañan en leche y se posan al borde de la alberca...” (Cant 5, 10-11) Me di cuenta sorprendido de que, al hablar del Mesías, siempre lo había hecho con imágenes poderosas como la del águila, o de fuerza avasalladora como la del león, mientras que ahora lo que me hacía pensar en él era el vuelo sosegado de las palomas. Cuando me sobrevino el sueño, la luz se abría ya paso entre los perfiles azulados de los montes de Judea.
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