Los llamados "relatos de la infancia" aparecen únicamente en Mateo y Lucas, no así en Marcos ni en Juan. Parecen ser construcciones tardías, elaboradas con posterioridad al resto del evangelio. Aun reconociendo el profundo "peso" que tales relatos han tenido en la tradición cristiana y en la devoción de tantos creyentes, se trataría de relatos legendarios –"mitos", en el sentido original del término-, con los que transmitir un mensaje que consideraban fundamental.
Al decir que pertenecen al género mítico, se indica que revisten un carácter especial: a través de imágenes legendarias quieren transmitir un contenido valioso. El mito no es algo falso, sino simplemente narrado o escrito en otro nivel de consciencia, diferente del estrictamente "racional". En el caso de los evangelios, así como de otros escritos sobre personas célebres, el objetivo de tales "relatos de infancia" era solo uno: ofrecer al lector, desde el inicio mismo de la obra, un "retrato" del personaje biografiado. Las imágenes que el mito utiliza están patentes: ángel – diálogo con María – la virgen que concibe sin intervención de varón – la idea de un Dios separado e intervencionista para el que "nada hay imposible"... El contenido al que apunta el relato que comentamos es rico, sobre todo cuando somos capaces de leerlo desde una perspectiva no-dual. La figura del "ángel" simboliza el nexo de unión entre lo "divino" y lo "humano": todo es Uno, aunque podamos distinguir "dos niveles" de identidad. Nosotros mismos somos, a la vez, "humanos" (nuestro yo individual) y "divinos" (el Ser único e ilimitado). Cuando reconocemos nuestra verdadera identidad, nos sentimos uno con todos y con todo: lo que nace entonces es el "Hijo de Dios", la humanidad nueva. Pero ese nacimiento requiere que nuestro ego haya presentado, previamente, su acta de defunción. Y eso lo hace cuando nos alineamos con el presente y nos rendimos completamente a la Sabiduría mayor que rige todo: "Hágase en mí según tu palabra". La oración puesta en labios de María aparecerá más tarde en boca de Jesús, durante la angustia previa a su pasión: "Que no se haga mi voluntad, sino la tuya" (Lc 22,42). Realmente, parece la única "oración" acertada: que sea lo que tiene que ser, amo lo que es, me rindo a la Sabiduría mayor que guía todo el proceso. Y entonces, en una paradoja admirable, al amar lo que es, haremos –como María, como Jesús- lo que debamos hacer. Por lo demás, es innegable que el parto virginal es un mito que se extendía en la antigüedad desde Egipto hasta la India. Horus, en Egipto, nace de la virgen Isis (tras el anuncio que le hace Thaw); Attis, en Frigia, de la virgen Nama; Krishna, en la India, de la virgen Devaki; Dionisos, en Grecia, y Mitra, en Persia, de vírgenes innominadas... Por cierto, de prácticamente todos ellos se dice que nacieron un 25 de diciembre, en el solsticio de invierno –en el hemisferio Norte-, justo cuando el Sol vuelve a "nacer", venciendo a la noche. Pero la profundidad del texto es extraordinaria. María es virgen porque deja actuar al Espíritu en ella, viviendo en una disponibilidad total: "Hágase en mí según tu palabra". La "virginidad" es la desapropiación del yo, que permite que Dios (la Vida, el Misterio) pase a través de nosotros, de nuestra "forma" individual, que es cauce o canal por el que se expresa. La virginidad tiene poco que ver con lo biológico; es, más bien, sinónimo de disponibilidad. Su sentido queda expresado en una de las expresiones más hermosas que he leído: "Jesús es lo que acontece cuando Dios habla sin obstáculos en un hombre" (Jean Sulivan).
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