El duro diálogo sobre el pan, los hijos y los perros bien pudiera ser unreflejo de lo que se vivía en la propia comunidad de Mateo, atenazada durante años –como otras tantas comunidades cristianas, según se desprende de las cartas de Pablo- por el siguiente debate, decisivo para ellos (aunque a nosotros nos parezca trivial): ¿Qué lugar ocupan los paganos en la comunidad? ¿Pueden formar parte de ella sin necesidad de hacerse previamente judíos?
Mateo lo enmarca con crudeza, ya que empieza designando a la mujer del relato como “cananea”. En realidad, a los habitantes de Tiro y Sidón se les llamaba sirofenicios. Mateo prefiere utilizar un término arcaico para designar a un pueblo del que los judíos debían mantenerse especialmente alejados. Esta es, pues, la situación, marcada por la distancia e incluso la prohibición de acercamiento. En esta situación, ¿hay que acoger a los “cananeos”? Y en caso de hacerlo, ¿van a gozar de los mismos derechos que los judíos? Si la narración es una escenificación de aquel debate, las dos primeras frases que se ponen en boca de Jesús serían en realidad los dos argumentos que esgrimirían los judeocristianos en contra de la apertura a los paganos: “Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel… No está bien echar a los perros en pan de los hijos”. Desde su conciencia de “pueblo elegido”, vivían en la creencia de que, en primer lugar, debía ser restaurado el propio pueblo para, más tarde, a partir de él, hacer que la salvación alcanzara a todos los demás (los paganos, a quienes se referían despectivamente con el término “perros”). Por su parte, las palabras puestas en boca de la mujer –“pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los amos”- sería la respuesta de los discípulos paganos (helenistas) que deseaban integrarse en la comunidad. En el relato, aparece todo muy cuidado. La mujer se acerca a Jesús con el título más alto que un judío podía recibir (“Hijo de David”), para terminar confesándolo “Señor”, que constituía el modo más habitual de nombrar a Jesús entre los cristianos que procedían del paganismo. El “pan de los hijos” no es otra cosa que el mensaje del evangelio y la eucaristía: esto es lo que querían recibir los paganos, frente a las resistencias de los círculos judeocristianos. El relato concluye poniendo en boca de Jesús una sentencia que parece no admitir excepciones y, de ese modo, zanja definitivamente la cuestión: “Que se cumpla lo que deseas”. La fe (“¡qué grande es tu fe!”) es la única condición para participar en la mesa de la eucaristía. De esta narración se desprenden dos cosas, que me parecen significativas, y sobre las que quiero llamar la atención. La primera es que la conclusión a la que ha llegado la comunidad judeocristiana de Mateo –no sin tensiones, polémicas y enfrentamientos con tonos muy duros- coincide totalmente con la postura defendida vigorosamente por Pablo, frente a las exigencias más restrictivas de la comunidad de Jerusalén. No olvidemos que, cuando se escribe el evangelio de Mateo (en torno al año 85), las cartas de Pablo –escritas todas ellas antes del año 64- han propiciado que se fuera haciendo común la postura más inclusiva. El segundo detalle sobre el que quiero llamar la atención tiene que ver con el modo como se escribieron los textos evangélicos. Ya hace tiempo que todos los estudiosos informados reconocen que los evangelios no sólo no son biografías, sino tampoco “crónicas” de la vida de Jesús, al estilo como hoy podemos entender ese término. En ellos actúa siempre un “doble nivel”, que muchas veces no es fácil separar: lo ocurrido en los años 30 y la situación de las comunidades en las décadas posteriores. Los textos se escriben para dar respuesta, a la luz de las enseñanzas del maestro, a la problemática que va surgiendo en los distintos grupos. Lo que esto significa es que no puede sostenerse una lectura literalista de los evangelios, sino que se requiere un “distanciamiento” lúcido, que nos permite reconocer una “jerarquía de valor” en las diferentes afirmaciones que en ellos puedan hacerse. Si volvemos a nuestro relato, el análisis del mismo parece encajar perfectamente con la problemática de aquellas primeras comunidades en las que empezaron a coincidir judeocristianos y paganocristianos. ¿Significa eso que es sólo una construcción del propio evangelista –o de la tradición anterior a él-, que retrotrae la discusión a los años 30 en la figura de una mujer pagana, para presentar como un dicho de Jesús lo que fue una decisión posterior de la comunidad? No sería extraño que ése hubiera sido el proceso, porque tampoco éste sería el único caso: basta pensar, por ejemplo, en las discusiones sobre la pureza o los alimentos. En todo caso, no podremos tener una respuesta definitiva: pudo ser una creación de la comunidad –este modo de hacer era habitual en aquella cultura, que no lo entendía como una “falsificación”-, o pudo basarse en algún recuerdo histórico vivido por el propio maestro. Si así fuera, veríamos a Jesús compartiendo las creencias y juicios de su pueblo, sintiéndose él mismo enviado “sólo a las ovejas descarriadas de Israel” y tratando a los paganos como “perros”. Pero, a la vez, en el relato aparece como un hombre flexible y abierto a la verdad, hasta el punto de dar un giro completo a sus propias creencias ante los hechos que percibe. Encontraríamos, en su comportamiento, la antítesis del fanatismo. Un paisano suyo y contemporáneo nuestro, Amos Oz, ha escrito que “la semilla del fanatismo siempre brota al adoptar una actitud de superioridad moral que impide llegar a un acuerdo”. Por eso, la esencia del fanatismo consiste en obligar a los demás a cambiar. Al percibir la discrepancia como una amenaza para la propia seguridad, la persona fanática querría cambiar a quienes discrepan. Por el contrario, la persona que ha saldado las cuentas con la propia inseguridad y ha tomado distancia de su ego –el ego es una gran fábrica de fanatismo- es capaz de relativizar las propias creencias, porque descubre que la Verdad siempre es mayor, y se deja mover por ella. En ese sentido –siempre que la narración fuese histórica-, nos hallaríamos ante un cambio de Jesús con respecto a sus propias ideas previas, es decir, ante una especie de “conversión”. También las personas que “han visto” –iluminadas o autorrealizadas- pueden mantener dependencia con respecto a los “modos culturales” propios de la época en la que viven y expresarse de un modo condicionado por aquellos presupuestos. Eso no resulta extraño: cada “idioma” tiene sus exigencias. Lo que es admirable es la capacidad del sabio, y su libertad interior, para modificar su postura previa, a partir de los datos que la cuestionan. Eso es así, me parece, porque el sabio no se identifica con sus creencias –no es dogmático-, sino que se vive como un servidor de la Verdad.
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