Todos los exegetas están de acuerdo en que el Reino de Dios es el centro de la predicación de Jesús. Lo difícil es concretar en qué consiste esa realidad tan escurridiza. La verdad es que no se puede concretar, porque no es nada concreto. Tal vez por eso encontramos en los evangelios tantos apuntes desconcertantes sobre esa misteriosa realidad. Sobre todo en parábolas, que nos van indicando distintas perspectivas para que podamos ir intuyendo lo que puede esconderse en esa expresión aparentemente simple.
Podríamos decir que es un ámbito que abarca a la vez lo humano y lo divino. Todo el follón que se armó en el primer cristianismo a la hora de concretar la figura de Jesús, nos lo armamos nosotros a la hora de definir qué significa ser cristiano. El Reino es, a la vez, una realidad divina que ya está en cada uno de nosotros y una realidad terrena que consistiría en su manifestación en nuestra existencia terrena. Ni es Dios en sí mismo ni se puede identificar con ninguna situación política, social o religiosa. No debemos caer en la simplicidad ingenua de identificarlo con la Iglesia. Como dice el evangelio: "no está aquí ni está allí". Tampoco puede estar solamente dentro de cada uno de vosotros, porque si está dentro, se manifestará fuera. Esa ambivalencia de dentro y fuera, de divino y humano es lo que nos impide poder encerrarlo en conceptos que no pueden expresar realidades aparentemente contradictorias. Para nuestra tranquilidad debemos recordar que no se trata de comprender sino de vivir y ese es otro cantar. Me habéis oído decir muchas veces que las parábolas no se pueden expli¬car. Solo una actitud vital adecuada puede ser la respuesta a cada parábola. Como la postura espiritual de cada uno va cambiando, la parábola me va diciendo cosas distintas a medida que voy profundizando en mi camino. Creo que tampoco los elementos que constituyen las dos del evangelio de hoy necesitan aclaración alguna. Todos sabemos lo que es una semilla y cómo se desenvuelve en su desarrollo hasta producir la planta completa. Si acaso, recordar que la semilla de mostaza es tan pequeña que es casi imperceptible a simple vista. Tal vez por eso es tan adecuada para precisar la fuerza del Reino, que tampoco se puede percibir. La planta que va apareciendo lentamente no viene de fuera sino que es consecuencia de una evolución interna de los elementos que ya estaban ahí. Este aspecto es muy importante, porque nos obliga a pensar, no en algo estático sino en un proceso que no puede tener fin, porque su meta es el mismo Dios. El Reino que es Dios está ya ahí, en cada uno y en todos a la vez, pero su manifestación tiene que ir produciéndose paulatinamente a través del tiempo y del espacio. Nuestra tarea no es producir el Reino, sino hacerlo visible. Las dos parábolas tienen doble lectura. Se pueden aplicar a cada persona, en cuanto está en este mundo para evolucionar desde las increíbles posibilidades con las que nace hasta la plenitud que tiene que ir consiguiendo a través de su vida. Y también se puede aplicar a la humanidad en su conjunto. Hoy estamos muy familiarizados con el concepto de la evolución y podemos entender que los seres humanos no hemos dejado de avanzar en nuestro caminar hacia una vida cada vez más humana. La advertencia para nosotros hoy es que no debemos conformarnos con un progreso material sino aspirar a mayor humanidad. Otra reflexión interesante es que no podemos pensar en una meta preconcebida. Desde lo que cada uno es en el núcleo de su ser, debe desplegar todas las posibilidades sin pretender saber de antemano a dónde le llevará la experiencia de vivir. En la vida espiritual es ruinoso el prefijar metas a las que tienes que llegar. Se trata de desplegar una Vida y como tal, es imprevisible, porque toda vida es, ante todo, respuesta a los condicionamientos del entorno. No pretendas ninguna meta, simplemente camina hacia delante. En cada una de las dos parábolas que hemos leído, se quiere destacar un aspecto de esa realidad potencial dentro de la semilla. En la primera, su vitalidad, es decir, la potencia que tiene para desarrollarse por sí misma. En la segunda quiere destacar la desproporción entre la pequeñez de la semilla y la planta que de ella sale. Parece imposible que de una semilla apenas perceptible, surja, en muy poco tiempo una planta de gran altura. En ambos casos, lo único que necesita la semilla es un ambiente adecuado para desplegar su vitalidad. Cada uno de nosotros debemos preguntarnos si, de verdad, hemos descubierto y aceptado el Reino de Dios y si le hemos rodeado de unas condiciones mínimas indispensables para que pueda desplegar su propia fuerza. Si aún no se ha desarrollado, la culpa no será de la semilla, sino nuestra, por impedírselo de alguna manera. La semilla se desarrolla por sí sola, pero necesita un mínimo de humedad, de luz y de temperatura para poder desplegar su vitalidad latente. La semilla con su fuerza está en cada uno. Solo espera una oportunidad. Con demasiada frecuencia olvidamos que no somos nosotros los que desarrollamos el Reino, sino que él se desarrolla en nosotros. Incluso los que tenemos como tarea hacer que el reino se desarrolle en los demás, olvidamos ese dato fundamental. No tenemos paciencia para dejar tranquila la semilla, o intentamos tirar de la plantita en cuanto asoma y en vez de ayudarla a crecer, lo que hacemos es desarraigarla. O damos por perdida la semilla antes de que haya tenido tiempo de germinar. También puede hundirnos en la miseria el ansia de producir fruto sin haber pasado por las etapas de crecer como tallo, luego la espiga y por fin el fruto. También la vida espiritual tiene su ritmo y hay que procurar seguir los pasos por su orden. La mayoría de las veces nos desanimamos porque no vemos los frutos de nuestro esfuerzo. Debemos tener paciencia. Cada paso que demos es un logro y en él ya podemos descubrir el fruto, aunque nos parezca que no llega nunca. El Reino no es ninguna realidad distinta de Dios mismo. Es la semilla divina la que está sembrada en cada uno de nosotros. Ella es la que tiene que desarrollarse y hacerse visible externamente. El Reino de Dios no es nada que podamos ver ni tocar. Es una realidad espiri¬tual. Ahora bien, si está o no está en nosotros lo tenemos que descubrir a través de las obras. Si actuamos de una manera, demostramos que el Reino está en nosotros. Si actuamos de otra demostramos que el Reino aún no se ha desarrollado. Jesús experimentó dentro de sí mismo esa Realidad y la manifestó en su vida diaria. Toda su predicación consistió en proclamar esa posibilidad. El Reino de Dios está dentro de nosotros pero sin descubrirlo. Jesús hace referencia a esa realidad constantemente. Creo que aún hoy, nos empeñamos en identifi¬car el Reino de Dios con situaciones externas. La lucha por el Reino tiene que hacerse dentro de nosotros mismos. Solo cuando lo hayamos dejado crecer dentro, se manifestará al exterior a través nuestro. Estas dos parábolas desbaratan el afán moralizante que ya enseña la oreja en muchas partes de los evangelios. No nos dicen lo que tenemos que hacer, y mucho menos lo que no tenemos que hacer. Parece más bien que nos invita a no hacer y dejar que otro haga. Este aspecto me encanta, porque creo que nadie tiene derecho a decir a otro lo que tiene que hacer o dejar de hacer. Lo importante está en descubrir lo que somos y actuar o dejar de actuar según las exigencias de nuestro verdadero ser. Decían los escolásticos que el obrar sigue al ser. Ser más y aparentar menos. Tal vez debemos olvidarnos de muchas normas que hemos cumplido mecánicamente y tratar de que lo que nos hace más humano surja de lo hondo de nuestro ser y no de las programaciones recibidas de fuera. Meditación- contemplación El Reino de los cielos no se parece a nada. Solo tú puedes crearlo y mantenerlo. Dios en ti será siempre único e irrepetible. La manera de manifestarlo será siempre original. .......................... El Reino nunca será el fruto de una programación. No surgirá por muchas doctrinas que atesores. No lo encontrarás en los ritos litúrgicos. Tampoco es producto del cumplimiento de unas normas morales. ........................ Surgirá de una intuición de lo que en realidad eres, manifestada en tus relaciones con los demás; cuando dejes de considerarte como un yo aislado y descubras que eres uno con toda la Realidad.
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