Suelo decir, un poco en broma, un poco en serio que no soy progresista, sino conservadora, porque quiero conservar algunas conquistas del pasado que no fueron menores que las que actualmente propone lo que solemos llamar “progresismo”.
En mi infancia, el almuerzo y la comida de la noche eran compartidos, es decir, no faltaba o solo excepcionalmente ningún miembro de la familia, el padre, la madre, los hijos y eventualmente algún abuelo o abuela y hasta algún tío que por razones ajenas o no a su voluntad carecía de otra compañía familiar. Y eso estaba bien, porque no creo necesario abundar en la importancia del paulatino trasvasamiento generacional, que a través de esas rutinas, iba produciéndose a lo largo del tiempo hacia los más pequeños. En esa época el empleado, el obrero, el profesional y hasta el mismo pequeño empresario dedicaba ocho horas, raramente un poco más, a sus tareas remuneradas y disponía de algún tiempo extra para disfrutarlo en el hogar o compartirlo con amigos. Hoy en día cuando escucho el entusiasmo con que se pregona la “democracia participativa” me pregunto: ¿es posible sumarla al agotador trabajo de diez, cuando no doce horas diarias al que deben añadirse otros igualmente prolongados, agotadores e improductivos tiempos de traslado hasta y desde los lugares de trabajo, si no es una fantasiosa utopía a la que solo podrían acceder, en las condiciones descriptas, muy contados ciudadanos? Pretender alentar el verdaderamente necesario y genuino interés por la “res publica” exige recuperar la vigencia de ciertos límites laborales como la conquistada y hoy abandonada jornada de ocho horas de trabajo que por exigirla les costara la vida a los obreros ejecutados en los EE.UU. en 1887 y hasta hoy recordados como los Mártires de Chicago Adónde han quedado todas esas conquistas, adónde el sábado inglés, que aunque no simpaticemos con el nombre, permitía a la familia, junto al tradicional domingo, disponer de un día y medio para el solaz, el esparcimiento, el descanso, el deporte, la convivencia periódica con otros miembros de la familia o con amigos, generando y estrechando vínculos afectivos y de solidaridad y por ineludible lógica, casi totalmente desaparecidos, hoy en día. Por el contrario en los tiempos que corren como dice el filósofo personalista Xosé M. Domínguez Prieto: “El trabajo cada vez absorbe más tiempo y esfuerzo (sin que haya muchas personas que valientemente planten cara a esta pérdida de su vida privada en función de su empresa, sino más bien, declaran que se deben a ella). Sin embargo, la familia sigue siendo el amortiguador de la disgregación y atomización social propios del neoliberalismo capitalista”. (“La familia y sus retos” Xosé Manuel Rodríguez Prieto. Edit. Emmanuel Mounier, Córdoba, Argentina, 2006) i Por otra parte la mujer, tradicionalmente relegada a las tareas domésticas ha ganado espacios de formación, de superación, de participación en todos los ámbitos de la economía, de la ciencia, de la técnica… Y eso está bien. Pero deberíamos preguntarnos también de qué manera ha beneficiado o perjudicado a la vida familiar y no solo cargado sobre sus hombros nuevas responsabilidades con apenas si se quiere la magra compensación de un ingreso que sumado al de su marido, pareja o compañero apenas logra responder a las interminables solicitaciones que le plantea la vida contemporánea. Suelo imaginar que dos medias jornadas de trabajo (hombre y mujer) deberían bastar para sostener normalmente a una familia, de modo que ambos pudieran ocuparse juntos, o alternativamente de la irrenunciable tarea del propio crecimiento, el desarrollo familiar y la formación de los hijos. Sí, ya sé, por cierto, que hay muchas tareas físicas que la tecnología ha alivianado en el hogar pero ¿qué tecnología puede reemplazar la mirada de un papá o de una mamá atentos al desarrollo de los hijos? No voy a abundar en las consecuencias, por todos conocidas, de las ausencias que impone un estilo de vida, implantado por terceros cuyos objetivos giran tan solo alrededor del lucro sino recordar simplemente que las tradicionales funciones familiares no son sustituibles ni lo serán aunque podamos llenar (los que puedan) la casa de robots. Y no, por más revolucionarios que pretendamos ser, podemos dejar de lado la constancia de que así como en el hogar aprendemos de una vez y para siempre, a caminar, de una vez y para siempre a hablar, de una vez y para siempre a lavarnos, a peinarnos, a vestirnos… así también es en el hogar donde también vamos incorporando insensible y permanentemente los valores, las creencias, los criterios éticos, los afectos, la interrelación con los otros, la capacidad de comunicarnos, la práctica del compartir… Luego vendrá la escuela, la universidad, las que sobre esa inicial base educativa irán incorporando los saberes y los conocimientos intelectuales necesarios al normal desempeño humano y que fructificarán más y mejor en la medida en que puedan afirmarse sobre los irreemplazables fundamentos de una sólida educación familiar. De modo que, seamos progresistas, recuperemos las conquistas del pasado y hagámoslas extensivas a toda la sociedad, sin privilegiados ni excluidos, de ese modo podremos ir perfilando una comunidad digna de ser llamada humana y también cristiana para los que creemos en la prédica del Nazareno, cuyas enseñanzas son tanto para creyentes como para no creyentes, un camino de sabiduría y de fraternidad comunitaria que no podemos ni debemos soslayar.
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