Entre los ocho cardenales nombrados por el obispo de Roma para la reforma de la curia, hay un tal Marx… Si quieres saber algo de él aquí va. Ironías de la historia: en Trier nació hace dos siglos el ateo K. Marx, autor de El Capital. Y de Trier salió dos siglos después, un obispo católico llamado también R. Marx, que se había manifestado públicamente contra la guerra de Irak y que ahora es cardenal en Munich. Este nuevo Marx acaba de publicar otro “El Capital”, con un expresivo subtítulo: “Un alegato a favor de la humanidad”.
El obispo no manifiesta demasiada simpatía hacia su presunto tatarabuelo ateo. Pero tiene suficiente sentido del humor como para abrir el libro con una carta a su antepasado nominal, donde reconoce que, tras haber renegado de él, se pregunta ahora “si no fue algo prematuro darle por definitivamente liquidado a Ud. y a sus teorías económicas cuando el Occidente capitalista la ganó la batalla al Oriente comunista” (p. 18); y si no tendría Ud. razón “cuando predijo hace ciento cincuenta años que estábamos abocados a que todos los pueblos quedaran entrelazados en la red del mercado mundial” del que se beneficia casi exclusivamente el capital (22). Y cuando proclamó otra serie de cosas, las cuales me parece que confluyen en dos puntos: a) también en economía, mi libertad termina donde comienza la libertad del otro. Y b) hoy nos dominan dos imperativos al margen de toda moral y de toda humanidad: el imperativo tecnológico (aquello que se puede hacer hay que hacerlo), y el imperativo económico: “cuando algo produce beneficios hay que hacerlo”. Un ejemplo de este último: Zambia debía a Rumania 3 millones de dólares para una compra de maquinaria agrícola. Un “buitre” norteamericano (Michael Sheehan) compró los derechos de esa deuda veinte años después, al irrisorio precio de 3 millones. Como Zambia se demoraba en el pago, acudió a los tribunales y el juez condenó a todo el país africano a pagarle 17 millones. “Cuando un reportero de la BBC le preguntó si no sentía remordimientos por hace negocio con la miseria de los más pobres, Sheehan contestó sin inmutarse: ‘no es culpa mía. Yo lo único que he hecho ha sido una inversión’” (139). El libro se alinea con Amartia Sen, con O. Nell-Breuning, la ”economía social de mercado”, y la Doctrina Social de la Iglesia (DSI) que el obispo Marx sintetiza así: “la solidaridad y la subsidiariedad son principios fundamentales de configuración de la sociedad” (p. 180). No llega a plantearse si esa DSI es inaplicable en nuestro sistema y, por tanto: o hay que cambiar el sistema o la DSI no vale para nada. Pero está cerca de reconocerlo cuando afirma que considerar al trabajo como una mercancía más, “sometida a las leyes supuestamente inquebrantables del mercado”, es incompatible con la DSI (p. 123). Y nuestro sistema no sería el mismo sin esa concepción del trabajo como mercancía sometida a las leyes del mercado. Un rasgo positivo para el lector europeo es que estructura toda la lucha por la justicia en torno a la idea de libertad, mucho más audible en nuestro mundo que la de justicia. Pero leamos lo que significa libertad: “no conozco ningún ejemplo histórico en que una economía libre de mercado, sin una cierta intervención y regulación por parte del Estado, haya sido beneficiosa en algún lugar del mundo para los pobres” (83). O: “cuando el estado interviene… para asistir a la parte más débil, lejos de menoscabar la libertad lo que hace es abrir más espacios a la libertad” (82). Y esas intervenciones incluyen, como mínimo, ”redistribución de la renta, crecimiento económico sostenido, lucha contra el desempleo y protección del medio ambiente” (95). Aleccionador es el capítulo 6 que narra toda la crisis del 29, dejando al lector boquiabierto al ver cómo se repite la historia y qué poco aprendemos los hombres. Aquella crisis comenzó con una burbuja (no de vivienda sino de acciones), negada como tal por los gurus económicos de la época. Se comenzaron a aplicar las mismas políticas que hoy, con resultados igual de calamitosos: en el inglés norteamericano apareció la palabra “hoovervilles” que aludía al presidente Hoover (como si hoy dijéramos Rajoyburbios), para designar los barrios creados por el aluvión de miseria. Hasta que Roosevelt propuso el famoso “New Deal”, ganó con él las elecciones en 1932 y, aun con errores, comenzaron a arreglarse las cosas… Hoy necesitamos otro “new deal” a escala mundial; oigámosle: los políticos que “optan por dar prioridad a los intereses nacionales por muy ‘comprensibles’ que sean, parten de una base artificial y falsa” (264). Porque la crisis actual puede no ser tan grave como la del 29, pero “la cuestión social” es hoy más grave que nunca: pues ya no se trata de diferencias (unos están arriba y otros abajo), sino de exclusión: unos están dentro y otros están fuera (111). El obispo Marx fustiga al FMI por no conocer, ni antes ni ahora, más políticas que las que agravan los problemas sociales (269). Denuncia a “muchas facultades de ciencias económicas donde los estudiantes sólo aprenden a realizar complicados cálculos econométricos”, sin aprender conocimientos fundamentales (292). Y concluye: “el fantasma de Karl Marx saldrá de la tumba para perseguirnos” (299), si no somos capaces de responder al desafío del momento, que reclama -como mínimo- acabar tanto con el desempleo de la UE, como con el empleo indigno de USA (193). Personalmente, me siento un poquito más a la izquierda que este nuevo Marx, porque mi visión del hombre no prima el aspecto individual sobre el social, sino que equipara a ambos en la línea de Francisco de Vitoria (para quien “el hombres es más de la república que sí mismo”) y de E. Mounier (para quien persona y comunidad no crecen en orden inverso, sino directo: a más personalismo más comunidad). Pero si la Iglesia tuviera hoy una larga serie de prelados como éste, en lugar de esa especie de “tea party episcopal” que parece buscar la curia romana, daría al mundo un rostro mucho más creíble del Evangelio. Así que esperemos una buena reforma, que alcance también al IOR.
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