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De Jesús - en comunidad por:Manuel Ossa

8/28/2010

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El descubrimiento de la doble vida que llevaban algunos líderes cristianos nos ha conmovido a todos, católicos y no católicos o cristianos de a pie. Nos duele el daño que han hecho en vidas humanas. Nos escandaliza que esos líderes hayan presionado conciencias en virtud de su mismo ascendiente espiritual y que las instituciones hayan levantado un sospechoso muro de silencio en torno a todo ello.

Debido a esta conmoción emocional profunda, muchos nos hemos puesto a reflexionar de nuevo sobre nuestro seguimiento de Jesús. Reflexionar de nuevo, es decir, una vez más, pero también: en forma nueva, porque la confusión nos aconseja tomar distancia de la institución y despegarnos de algunos moldes tradicionales de pensamiento, precisamente de aquéllos que tales descubrimientos han remecido. Los moldes remecidos - y para algunos tal vez definitivamente removidos, como por un seísmo espiritual - son aquellos que vinculan nuestra fe a la adhesión a una institución religiosa, la iglesia. Y no sólo la católica.

Tras el remezón o en medio de él, viene tal vez el tiempo de recordar lo único importante, lo de Pablo: que “nadie ponga otro fundamento que el que está puesto: Jesucristo” (1 Cor. 3, 11).

Pero Jesús está lejos en el tiempo. Y de todos modos, él nos ha sido trasmitido por la iglesia. Y los escándalos de que vamos hablando han sucedido precisamente en el ejercicio de esa trasmisión. ¿Cómo escapar de este círculo vicioso?

Creo que una de las formas - quizás la única - es mirar primero a Jesús con ojos nuevos, y luego, desde esa mirada, ejercer la sospecha, si no la crítica, frente a algunas de las creencias que nos han sido trasmitidas como certezas.

Poniendo los ojos en Jesús (Hebreos 12, 2)

La enorme admiración y fascinación de que dan cuenta los evangelios y otros escritos cristianos cercanos a Jesús parece haberse debido a que él introdujo y practicó una forma de comunicarse poco común: era un lenguaje libre y, en los hechos, fuertemente crítico de las discriminaciones sociales, pues su atención iba de preferencia hacia los excluidos por enfermedad, pobreza o impureza legal. Sus dichos eran a veces ásperos al enfrentar ciertas enseñanzas rabínicas y prácticas relacionadas con el culto: fustigó la religión del templo en la que se articulaban la acumulación mercantil de riqueza en provecho de una casta (”cueva de ladrones”), el compromiso con la dominación política del poder imperial (”devolved al César lo que es suyo”), y la mentira con que la fastuosidad del templo, admirada por los discípulos, ocultaba la pobreza del pueblo (”no quedará piedra sobre piedra”).

En esta libertad frente a lo establecido y en aquellas preferencias escandalosas a ojos de los dueños de la opinión pública, se jugaba, según su propio testimonio, su relación con Dios. Ello se sigue de la parábola del juicio final, de Mateo 25, donde le da el valor de lo definitivo sólo a los actos de compasión - no a los de culto.

Jesús seguía cercano al pueblo pese a esta dureza. El vivía conversando con quienes le salían al encuentro en los caminos de Galilea, las callejas de los pueblos palestinos, los bordes de los lagos, las casas de algunos amigos o de gente que le invitaba. Allí se introducían, a veces, otros u otras sin previo aviso. Jesús no los rechazó nunca. Los acogía a todos y, con una palabra y un gesto, les devolvía su dignidad, como lo hizo con una mujer y con un paralítico, ambos sin nombre y llegados sin invitación (ver Lucas 7, 36-50 y Marcos 2, 1-12).

El tema de su conversación era la vida misma de la gente: a veces su llanto; su pobreza casi siempre; sus dolencias y sus angustias; la opresión y persecución por parte de los poderosos, pero también sus alegrías y sus fiestas, aquéllas que se celebraban por tener pan, por perdonarse las deudas, por encontrar de nuevo lo que se había perdido, desde una dracma bajo un mueble, hasta un hijo extraviado.

En tales situaciones de enfermedad y salud, de pérdida y encuentro, de fiesta y de duelo, la palabra de Jesús mostraba lo que comúnmente quedaba oculto a los ojos: la presencia y la acción de Dios. El volvía real esa presencia, la hacía visible y palpable, con su manera de volcarse entero en la necesidad, la pena o el gozo de los demás y de vivirlos intensamente como propios, experimentándolos o padeciéndolos en sí mismo, compadeciéndose como quien no tiene otra pasión personal que la de compartir, ni una vida que quisiera guardar para sí en propiedad, pues su vida era la de los demás. No vivir para sí, sino para los otros, encontrándose con ellos en la profundidad y la angustia de las situaciones límite: tal era su manera de encontrarse con Dios.

Lo que le urgía era que, en medio de la vida con los demás y del intercambio mutuo, estaba aconteciendo lo que nadie parecía ver, por seguir esperando una intervención fulminante y exterior. El acontecer de Dios, que él llamaba su Reino, no venía de fuera, - de ello estaba él convencido - sino que estaba llegando ya, ahí dentro, en medio de la vida, con todas sus contradicciones.

Allí era donde había que aguardar su venida, orando por ella y viviendo en consecuencia. Vivir era para él abrir su vida a todos, sin restricciones, en la apertura total ante el Otro en quien todos se encontraban asumidos, como hijos de un mismo padre. No vivía, pues, ante un Dios solitario, sino uniéndose con Aquél que le salía al encuentro en el trato con todos, - porque la compasión que estremecía sus entrañas era una pasión de pertenencia al común destino humano.

A esa pasión de pertenencia quiso invitar a sus seguidores, haciéndoles ver que allí - y sólo allí - estaba sucediendo de veras el reino de Dios. A ello apuntaban acciones que más tarde fueron narradas en las categorías mitológicas de “milagro”, como el así llamado de la multiplicación de panes al que hoy se le redescubre y reinterpreta más bien como el de la multiplicación de las solidaridades. Esa pasión de pertenencia le llevó a situarse del lado de quienes no eran reconocidos por el poder religioso, el mismo que, en su tiempo, ejercía el poder político y social.

Su pasión había comenzado, pues, como compasión antes de que culminara en su padecer en cruz. La cruz no le vino de afuera. Tampoco la buscó. Pero le salió al encuentro, inevitable, como consecuencia última de su caminar compasivo. Para evitarla habría tenido que silenciar su crítica a la interpretación de las Escrituras de Israel de quienes querían fundamentar en ellas la subordinación de la mujer al hombre, o la prioridad de las observancias legales sobre las necesidades humanas, o la legitimidad de los negocios y la acumulación bancaria del templo de Jerusalén en provecho de una clase sacerdotal privilegiada y sometida al imperio romano.

Paradójicamente, el Reino de Dios se le hizo presente en las angustias de la propia agonía y en el abandono de Dios que experimentó en la cruz. Abandono que era también, por miedo, el de la mayor parte de la gente que le había acompañado y con quienes él había ido descubriendo la llegada del Reino.

Esta descripción somera de lo que fue importante para Jesús permite afirmar que él no entendió su misión como la de quien tiene verdades nuevas para comunicar sobre Dios, el cielo, el infierno, los ángeles y otras cosas que se enseñan en el catecismo o la escuela dominical y en la teología, ni tampoco nuevas prescripciones u obligaciones morales. En su vida de fe, él partió suponiendo la validez de lo que todo israelita sabía o practicaba. Lo que él intuyó y enseñó es que no todo allí tenía la misma importancia, y que todo tiene que estar subordinado al amor mutuo y la entrega de la vida por el bien de todos, porque, como lo experimentó en su propia vida, allí es donde Dios se vuelve real o, en otras palabras, donde acontece su Reino. El autor de la primera epístola de Juan expresó con fidelidad a Jesús esta equivalencia cuando escribió que “a Dios nadie le ha visto nunca. Si nos amamos los unos a los otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud” (1 Juan 4, 12).

Volviendo a nuestra comunidad

Ella se llama iglesia. En ella nos reunimos quienes queremos seguir a Jesús. Él es su fundamento, aunque no quien la fundara. Ella no tiene en sí nada divino, - ni su jerarquía, ni su institución, ni siquiera sus sacramentos, ni la predicación de la palabra. Es cierto que en todo ello puede que Dios se haga presente y real. Pero ese acontecimiento de Dios sucede cuando - y sólo cuando - se enciende en ella o por ella una chispa de amor auténtico y de compasión - el que llamamos el espíritu (con minúscula o con mayúscula). Y su sola razón de ser es hacer posible que esta chispa se encienda en provecho de muchos, para hacernos a todos más humanos y hermanos, compasivos desde dentro y no desde arriba, reconciliándonos en nuestras oposiciones y enriqueciéndonos recíprocamente, en vez de oponernos, en nuestras diversidades.

En un mundo de frialdad y competencia, de individualismo y soledad, de brutalidad y violencia, hacen falta comunidades donde una chispa como ésa se guarde, se cuide y se expanda, no sólo en provecho del grupo, sino de la sociedad toda entera y con miras a urdir entre todos un proyecto de futuro para el mundo. A ello invita el seguimiento de Jesús en la comunidad llamada iglesia: a retroalimentarse ahí mutuamente con miras a una enorme y maravillosa tarea - si logramos cumplirla. Es una de las invitaciones disponibles en la sociedad y en la historia. Hay también otras igualmente valederas. La nuestra no tendría que entrar a disputar clientelas, sino a reconocer con todas ellas que Dios, es decir, la realidad definitiva que a todos nos engloba, sucede o acontece o sale al encuentro de quienes procuran acercarse y entenderse y amarse, en reciprocidad, igualdad y verdad.

El lugar del descubrimiento de Dios debería ser la vida y la conversación cotidiana - como lo fue para Jesús - en la relación con el hermano y la hermana, la mujer y el marido, la hija, el colega, el pasajero del bus. Un descubrimiento muchas veces sin nombre, una mirada fugaz hacia el misterio que vive en el otro y en mí cuando somos de veras el uno para el otro. Porque para eso sí que vale la pena vivir y morir.

La comunidad que llamamos iglesia no debería nunca hacerse pasar por la realidad a la que sólo indica. Ella no es divina. Es tan humana como Jesús. Como lo somos todos en la cruz de nuestras vidas. Dios puede acontecer en ella, de manera oculta, como en la cruz de la angustia, o clara y manifiesta, como en el gozo de una dignidad recuperada, de una nueva vida de comunicación recíproca en la verdad.

Adherir a una comunidad llamada iglesia tendría que ser algo así como abrirse nuevamente en el seguimiento de Jesús a la gratuidad del acontecer de Dios; hacer nuevamente real, mediante el amor, la presencia de Dios en nuestras vidas, esa presencia que Jesús realizó en el encuentro diario con sus hermanos y hermanas. En la comunidad llamada iglesia se invoca esa realidad en la oración, que es una forma de aguardarla en el silencio (Lam. Jer. 3:26-33); y se la percibe, en el respeto y cuidado mutuo, como el más allá que nos viene de regalo al comunicarnos de verdad, cuando acontece “en medio nuestro” lo dicho por Jesús de los “dos o tres reunidos en su nombre…”

Cómo, dónde, cuándo, con quiénes se articule esa adhesión a una iglesia, son circunstancias que no dependen de liderazgos institucionales o supuestamente carismáticos, sino de las vueltas de la vida, de la búsqueda de cada cual y del discernimiento en común junto con quienes nos reconozcamos y descubramos como afines en una pasión como la de Jesús por la dignidad humana y por su realización en la fraternidad de lo que él llamó “reino de Dios”. Puede que en este camino de búsqueda nos encontremos con quienes le den otro nombre a una realidad que es objeto de anhelo e intuición en muchas culturas, espiritualidades y religiones. El nombre importa menos que aquello a lo que se apunta desde diversas perspectivas, traspasando las fronteras de catecismos y campanarios.

Pirque, 8 de julio, 2010
Santiago

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