En cierto sentido, el verbo “entregar”, que ocupa un lugar destacado en el cuarto evangelio, podría definir a Jesús: él es quien se entrega (o “el entregado”): “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo Único” (3,16).
Una entrega que recuerda a la imagen del grano de trigo, usada por el mismo evangelista: “El grano de trigo seguirá siendo un único grano, a no ser que caiga dentro de la tierra y muera; solo entonces producirá fruto abundante” (12,24). Esta imagen nos hace caer en la cuenta de una ley que parece regir en todo, pero que con frecuencia olvidamos. Todo lo que conocemos es unmisterio de muerte-resurrección. Únicamente resucita lo que muere; solo se recupera lo que se entrega. Y todos nos hallamos inmersos en esa misma dinámica. Me gustaría expresarlo con palabras de Claudio Naranjo: “Una cosa es clara: que el proceso de evolución de la conciencia individual es una especie de metamorfosis psico-espiritual –una transformación- que entraña un proceso de muerte y renacimiento… “Atravesamos por diversas y pequeñas muertes psicológicas a través de las cuales vamos dejando atrás ciertas motivaciones, y nos vamos desprendiendo de aspectos de la personalidad forjada durante la infancia, de lo postizo, que es algo que hemos interiorizado de la patología social que nos rodea o algo que tuvimos que adoptar a modo de defensa… “A medida que nos vamos liberando de lo obsoleto y limitante, va emergiendo nuestra potencialidad interior, esa conciencia mayor que llamamos espíritu y que es como la flor de nuestra vida. En el lenguaje de la Psicología Transpersonal, vamos dejando atrás el ego, y con ello vamos liberando nuestro ser esencial de la prisión de nuestra «neurótica» compulsividad condicionada”. El misterio de muerte-resurrección, en los seres humanos, no es otro que la posibilidad del paso del ego a nuestra verdadera identidad. Ese paso es de tal envergadura que, hasta donde sabemos, solo se puede producir a través de la “noche oscura” en la que, nos entregamos por completo, para ser completamente “reencontrados” en otro nivel de nuestra identidad. El ego es ese grano de trigo que, al morir, permite que emerja la espiga que realmente somos. Jesús vivió este paso (que, probablemente, quiso quedar reflejado en el relato de las tentaciones), y eso hizo posible que toda su vida fuera entrega. La capacidad de entrega es uno de los primeros signos de madurez personal. La persona madura es aquélla que es capaz de amar y de entregarse de forma gratuita. No lo hace por un voluntarismo moral, ni por la búsqueda de una recompensa religiosa. La entrega nace de la comprensión de quienes somos. Es cierto que la experiencia de la propia vulnerabilidad puede abrirnos a socorrer la vulnerabilidad de los otros. Pero solo cuando comprendemos que nuestra identidad es Amor universal y gratuito –la identidad transpersonal, a la que se refería Claudio Naranjo-, la entrega brota espontánea. La entrega de Jesús –que se visibilizará en la cruz, pero que lo acompañó durante toda su vida- queda plasmada en la alegoría conocida como “del buen pastor”. Se trata de una imagen que a nuestros contemporáneos les resulta, a la vez, anacrónica y peligrosa. Anacrónica, porque las escenas del pastor cuidando del rebaño han desaparecido del universo mayoritariamente urbano y desarrollado. Peligrosa, porque la imagen del rebaño conlleva resabios de borreguismo, que la conciencia moderna rechaza visceralmente, por evocar el binomio poder/sumisión. El hombre y la mujer contemporáneos no andan buscando “pastores”, por más que luego se vayan detrás de cualquier señuelo, sino compañeros de camino que hayan experimentado lo que dicen y que, por ese mismo motivo, puedan ser guías eficaces. No era así en la Palestina del siglo I. Tal como quedó plasmada en el Salmo 23 -“el Señor es mi pastor, nada me falta”-, la imagen del “pastor” fue aplicada a Yhwh, y hacía alusión al cuidado amoroso, que permite vivir en una confianza inquebrantable. Por eso hoy, aunque la imagen haya quedado obsoleta, con reminiscencias autoritarias, y sea irrecuperable –no sé si resulta positivo seguir usando la imagen del “pastor” en la comunidad cristiana-, su contenido sigue siendo plenamente actual, en cuanto proclama laactitud de entrega a los otros hasta el final. Se trata, además, de una entrega que se basa en el mutuo “conocerse”, tal como este verbo se entiende en el mundo bíblico: “conocer” hace referencia a algo íntimo y experiencial. En este sentido, la entrega, así entendida, es lo que vivió Jesús, quien “pasó por la vida haciendo el bien” (Hech 10,38). Pero puede considerarse también como un nombre de la Divinidad: Dios es Entrega, pura Donación, puro Amor y Cuidado. Eso es lo que caracteriza a la Fuente de todo lo real. Y entrega es también nuestra vocación, porque es nuestra identidad. No somos el ego narcisista, que gira en torno a sí mismo, en un movimiento egocentrado y devorador…, aunque con frecuencia nos vivamos así, como consecuencia de nuestra ignorancia y de nuestras carencias afectivas. No somos ese ego, que no es sino un conjunto de pautas mentales y emocionales, grabadas con fuerza en nuestro psiquismo. Somos el Amor incondicionado, que es cuidado y entrega. También desde esta perspectiva, podemos reconocer a Jesús como el “espejo” de lo que somos. El vive lo que es… y eso hace que despierte en nosotros lo que somos, en una Identidad compartida o no-dual. El texto habla de “entregar la vida” y “recuperarla”. En realidad, solo la recuperamos cuando la entregamos. Sin entrega, nos hallamos encerrados en el caparazón narcisista, alejados también de la consciencia clara de la Vida. Somos como el gusano que se niega a ser mariposa. En la medida en que nos abrimos y entregamos, lo que aparece ahí es la Vida, y nosotros nos reencontramos con nuestra verdadera identidad. No somos el ego que tenemos transitoriamente, sino la Vida que se expresa en esta forma concreta. El misterio de muerte-resurrección, al que aludía en el inicio, consiste en morir al ego para que pueda vivir la vida que realmente somos. O, en palabras del propio Jesús, “quien quiera salvar su vida (ego), la perderá, pero el que la pierda por mí y por la buena noticia, la salvará” (Marcos 8,35). “Perder la vida” por Jesús es asumir su modo de vivir, desidentificado del ego y entregado hasta el final. Con esas palabras, el evangelio nos pone frente a todo un desafío: el de entender nuestro vivir como un aprendizaje continuo, hasta reconocernos en quienes somos; un aprendizaje que es, en términos del propio evangelio, metanoia, conversión, paso del ego a la Consciencia que somos.
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