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Dar fruto, ser cauce por: Enrique Martínez Lozano

10/3/2011

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Una lectura infantil convierte a esta parábola en una historia de “buenos y malos” y presenta a Dios como un ser separado –incluso distante físicamente: “se marchó de viaje”- que, sin embargo, controla y exige a quienes dejó en sus tierras. No es extraño que se haya leído así, ya que las dos características señaladas –Dios como ser separado e intervencionista (exigente)- son muy típicas de los mitos.

Por eso, en cuanto tomamos distancia del mito –es decir, pasamos de un nivel mítico de conciencia a otro racional-, algo nos dice que ésa no puede ser la lectura adecuada.

La primera clave de comprensión nos viene cuando captamos el objetivo que la parábola pretende: sintetizar la historia de Israel desde la perspectiva de la primera comunidad cristiana que, por otra parte, se considera a sí misma como el “nuevo pueblo” que “produce frutos”.

Lo que se nos ofrece, por tanto, es un resumen de la historia del pueblo judío que, no sólo no dio los frutos esperados, sino que persiguió y ejecutó a profetas y enviados de Dios, incluido su propio Hijo (Jesús). Por eso –concluye aquella comunidad-, ese pueblo ha sido reprobado –el castigo que se menciona evoca la ruina de Jerusalén, en el año 70- y sustituido por un nuevo pueblo elegido: los que han creído en Jesús, “la piedra desechada” que, sin embargo, ha resultado ser “la piedra angular”.

La cita está tomada del Salmo 118, uno de los textos del Antiguo Testamento, al que la comunidad cristiana alude con frecuencia. Parece que encontró en él la explicación de la paradoja de la cruz: ¿cómo podía ser que el crucificado fuera el Señor? El Salmo les ofrecía una respuesta contundente.

Hoy podemos comprender que aquella primera comunidad hiciera esa lectura de la historia del pueblo judío, teniendo en cuenta, además, el creciente enfrentamiento que vivía con la sinagoga.

Sin embargo, una necesaria toma de distancia nos permite acercarnos al texto con nuevos ojos. Y ahí surge, inevitable, la pregunta: ¿cómo vería Jesús todo eso?, ¿cómo lo viviría? 

No parece que sea posible responder a esas cuestiones con certeza. Por un lado, es indudable el conflicto que vivió con la autoridad religiosa de su pueblo; pero, por otro, no casa bien con su mensaje la idea de un Dios separado (“el Padre y yo somos uno”), ni la de la “venganza” divina, ni el proselitismo que desecha a su propio pueblo. Todo ello parece más típico de la comunidad naciente que del maestro de Nazaret.

En cualquier caso, podemos acercarnos al texto desde nuestra conciencia racional, o incluso transpersonal, para acogerlo desde ella, y permitir que pueda ser “traducido” a nuestro nuevo “idioma cultural”.

Al hacer así, caemos en la cuenta de que la parábola habla de todos nosotros, cuando no damos fruto. Eso ocurre cuando vivimos egocentrados, girando en torno a los intereses de nuestro ego. La identificación con él puede llegar al extremo de “matar a los enviados”, con tal de obtener “beneficios”.

Frente a esa trampa, que conduce a la muerte, la parábola constituye una llamada para que demos “fruto”. Ahora bien, de acuerdo con el propio mensaje del evangelio –tal como hemos ido viendo en las semanas inmediatamente anteriores-, “dar fruto” no tiene que ver con las ideas del mérito y la recompensa, sino que es necesario entenderlo desde la gratuidad.

En este sentido, el “fruto” –siempre a favor de la vida y de las personas- brota de la comprensión de quienes somos y pasa a través de nosotros, como de un “cauce” que ni retiene, ni se apropia, ni presume de ello.

Cada vez que surge alguna de las actitudes contrarias –apropiación, orgullo, vanagloria…-, es señal de que nos hemos reducido a nuestro ego: hemos vuelto a vivir egocentrados y a bloquear el flujo de la vida y del amor a todos los seres.

Parece claro, por tanto, que el “dar fruto” implica tomar distancia del ego. Lo cual, a su vez, es posible en tanto en cuanto vamos despertando a nuestra verdadera identidad. Porque, mientras piense que soy el yo, no podré sino –a pesar de mis buenas intenciones- vivir para él; sólo en la medida en que comprendo la Identidad “compartida” (no-dual) que somos, resultará posible una forma de vivir desegocentrada. No somos el yo, sino la Conciencia que se expresa en la “forma” de este yo. Para percibirlo, hay que tomar distancia de él, acallando la mente. Por eso, en cuanto te paras –queda conciencia sin pensamiento-, puedes percibir que no eres nada de lo que ocurre (nada de lo que piensas que eres), sino el “espacio consciente” en el que todo ocurre. Y en cualquier momento, aunque sea fugazmente, puedes experimentarlo.

¿Qué significa, en esta “traducción”, la referencia a Jesús como “piedra angular”? En la tradición cristiana, reconocemos a Jesús como el “espejo” luminoso en el que todos nos vemos reflejados, en la No-dualidad que somos. Por eso, podemos llamarlo “piedra angular” (que no descarta ni –como ocurría en la conciencia mítica- entra en comparaciones con otras posibles “piedras angulares”: nada de eso tiene sentido en la conciencia no-dual, porque nada está separado de nada).

Por la misma razón, caen los conceptos de “pueblo elegido” y “única religión verdadera”: porque cae el presupuesto (mítico y mental) en el que se apoyaba precisamente la misma comparación. Lo cual no significa olvidar la razón crítica, ni igualar todo en un irenismo amorfo, ni apostar por el relativismo… Nada de eso. Es algo radicalmente más profundo, nada menos que un “cambio de conciencia”: dejamos de ver las cosas desde la mente (y el yo: todas las religiones son religiones del yo) para empezar a percibirlas desde la Conciencia, que es no-separación. La mente sigue ocupando su lugar, continuamos apreciando las diferencias y discriminando lo que nos parece adecuado y lo que no… Pero todo ello lo hacemos ahora desde la “nueva conciencia” que ve en profundidad.

Esta es la visión de la espiritualidad genuina: una espiritualidad que, reconociendo la riqueza de las religiones y de los textos sagrados de las diferentes tradiciones, las trasciende. Una espiritualidad, por tanto, transreligiosa y transconfesional.

De ese modo, vamos abandonando la “estrechez” de la mente y nos podemos abrir a la Vida, a toda vida, reconociendo en ella a la Mismidad de Lo Que Es, que Jesús llamaba Abbá, y que las religiones han nombrado Dios.

        

******

Quiero terminar el comentario con una triple referencia. En primer lugar, trascribo un texto de Krishnamurti, que apunta en la dirección indicada. Después, remito a un enlace, en “dibujitos”, que me parece una preciosa metáfora de la Unidad que somos: la No-dualidad que abraza las diferencias… Y las “consecuencias” que derivan de verlo. Y, en tercer lugar, otro enlace del que hablaré luego.

(1)

 

CANTO A LA VIDA

(Jiddu Krishnamurti)

No tengo nombre,

soy como la fresca brisa de los montes;

no tengo asilo,

soy como las aguas sin abrigo;

no tengo santuario, como los dioses misteriosos,

ni estoy en la sombra de los templos solemnes;

no tengo sagradas escrituras,

ni estoy sazonado en la tradición.

No estoy en el incienso

que sube a los altares,

ni en la pompa de las grandes ceremonias;

tampoco estoy en la dorada imagen,

ni en el sonoro canto de una voz melodiosa.

No estoy limitado por teorías,

ni corrompido por creencias;

no soy esclavo de las religiones,

ni de la pía asistencia de sus sacerdotes;

no soy engañado por filosofías,

ni el poder de sus sectas me da nombre.

No soy humilde ni conspicuo,

ni apacible, ni violento;

yo soy el Adorador y el Adorado,

yo soy libre.

Mi canción es la canción del río

en su anhelo por los mares inmensos

divagando, divagando.

Yo soy la Vida…

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