Continuamos hablando sobre la existencia de Dios, a través de diversas creencias, comenzando por el ateísmo.
Hay personas que por comodidad o conveniencia, optan por decidir que no existe ningún Dios. Otros llegan a esta opción tras largas reflexiones filosóficas. Hay quienes abrazan esta fe atea para poder liberarse de experiencias vitales negativas relacionadas con alguna religión que les estaba resultando dañina. En ciertos casos, el ateísmo puede ser un proceso inicialmente saludable, incluso necesario para algunas personas. Sin embargo, cuando ese proceso madurativo se estanca, resulta nuclearmente empobrecedor, porque el ateísmo desnuda a la persona de todo sentido vital. Tal como comenté la semana pasada, si no hay Dios, el ser humano y el mundo se vacían de significado. La última palabra la tiene la muerte. No solo para ti, también para tu descendencia, también para el universo. Este es el horizonte vital del ateísmo: la nada. Podría pensarse que el ateísmo conlleva necesariamente actitudes vitales frívolas y egocéntricas: Si tan sólo somos un accidente de la naturaleza y da igual lo que hagamos porque todo desaparece con la muerte y el olvido, entonces será tonto el que no se quede con el mayor pedazo en el reparto de goces y bienes de este mundo. El más feliz será el que más derechos propios haga prevalecer y el que más derechos ajenos se meriende. No merecerá la pena mirar hacia un futuro que acaba en muerte. Solo importará exprimir la vida mientras dure. Sin embargo, es posible encontrar ateos que viven su ausencia de Dios con seriedad, afrontando con valentía su propio vacío existencial al embocar el final de un camino vital sin salida. Algunos movimientos de desarrollo espiritual o social (budismo, humanismo, etc.) pueden atenuar esta vivencia angustiosa de vacío existencial derivada del ateísmo, pero sólo consiguen mitigar los síntomas, sin curar el núcleo de esta noosis vital. Hay personas que defienden la existencia de un Dios dentro de un sistema deísta, en el que el creador no interactúa con su creación. Otros optan por un panteísmo en el que otorgan al universo un carácter divino. Estas concepciones deístas y panteístas pueden aportar, en el mejor de los casos, un cierto sentido existencial, pero nos convierten en simples marionetas del universo o de las leyes que lo rigen. La relación con lo trascendente es ninguna, o pasiva, o infantil, sin que nuestra biografía personal o nuestra historia como especie humana tengan significación alguna. Las religiones de tipo teísta son posiblemente tan antiguas como la propia humanidad. Mediante este tipo de religiones, el ser humano pretende relacionarse con lo trascendente. Las primeras religiones de carácter mágico proporcionaban herramientas rituales como un intento de control sobre acontecimientos vitales negativos inabarcables para el individuo: acontecimientos sociales (guerras), o naturales (catástrofes, sequías…). Esta actitud mágica está tan enraizada en la cultura humana, que ha pervivido en ciertos sistemas religiosos. La encontramos en rituales de tipo “chivo expiatorio”, que es algo o alguien prescindible sobre el que cargamos todo aquello que sea negativo o que pueda traer la desgracia personal o comunitaria, para así alejarlo de nosotros. De igual modo, observamos esta mentalidad mágica en rituales de santería y en diversos tipos de ofrenda mediante los cuales se pretenden beneficios, protección… intentando manejar, dominar o controlar la voluntad de algún Dios. También encontramos esta influencia en el uso de “confesionarios mágicos” capaces de “limpiar pecados” para aplacar la ira divina y burlar el juicio de un Dios encargado de llevar la contabilidad de los pecados de sus criaturas y de ejecutar un castigo eterno. Algunas de estas religiones teístas han llegado a crear una “vida” del más allá tan monstruosamente hipertrófica, que la vida del más acá ha quedado reducida a la nada, con el consiguiente empobrecimiento vital del creyente. Muchas de estas religiones han sido hábilmente utilizadas como adormidera de la plebe, mediante el recurso de restar toda importancia o validez a la vida presente para volcar toda ilusión y voluntad en una supuesta vida ultraterrena, que se presenta como premio supeditado al cumplimiento de determinadas normas muy convenientes para quienes las establecen. En medio de este desolador panorama, revisando la historia de las religiones, encontramos varias comunidades que, a finales del primer siglo de nuestra era, descubren al Dios que ama con amor de padre a todos los seres humanos, a los que considera sus hijos y que, por tanto, a todos convierte en hermanos. Descubren al Dios que odia la esclavitud y abandera la libertad. Al Dios que odia ver cómo unos hermanos esclavizan a otros, cómo unos hermanos abusan de otros, ya sea por obra o por omisión. Descubren al Dios que exige y promete justicia para todos sus hijos, ya sea en esta vida o en la próxima. Al Dios de la vida, vencedor sobre la muerte. Al Dios que se implica en la historia de la humanidad y que se muere por ayudarnos. Ya vemos que no son iguales todas las creencias ni todas las increencias. Llegado a este punto, solo me queda reflexionar acerca de si este Dios de hermandad, que quiere implicarse en mi vida personal y en la historia de la humanidad, merece la pena. Y sigo haciéndolo a la luz del primer capítulo del libro de la Sabiduría.
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