“Cristo de nuevo Crucificado” es una novela de Nikos Kazantzakis sobre la que Bohuslav Martinu compuso la ópera La Pasión Griega y cuya première tuvo lugar en Zurich en 1961. Jules Dassis realizó a su vez una versión para la gran pantalla con el título “El que debe morir”, que se estrenó en Festival de Cannes en 1957.
Espiritualmente inquieto, este polémico autor tuvo presente en su pensamiento toda su vida la figura de Jesús. La Iglesia Ortodoxa le excomulgó en 1955, y la Católica Romana condenó su obra al Índice de Libros Prohibidos. No es de extrañar, pues en ella existe una profunda crítica a todas las instituciones eclesiásticas manifestando una nueva visión del cristianismo que irritó –y sigue irritando- a los poderes religiosos. Traemos el tema a Feadulta porque ciertos acontecimientos de estos días –y de siempre- nos recuerdan con dolor los en ellas narrados. Los abordaremos en una doble vertiente: ¿Qué es ser verdadero cristiano? ¿Quién tiene autoridad para separar de la Iglesia a alguno de sus miembros? Empezaremos con el relato de los hechos. Es domingo de Pascua en Lycovrissi. En el exterior de la iglesia, el pope Grigoris anuncia a los vecinos la asignación de papeles hecha por los mandatarios del pueblo para la representación del misterio de la Pasión. En esto llegan harapientos los habitantes de una aldea saqueada por los turcos, con su pope Fotis al frente, solicitando ayuda. Grigoris, revestido con todos los atributos de su dignidad, les increpa con altivez: “Padre, decid la verdad, ¿qué pecado habéis cometido, qué habéis hecho para que Dios os hiciera caer en desgracia?” Una niña de los refugiados da un grito y cae al suelo. Grigoris exclama: “La respuesta que os pedí os la ha dado Dios; hela aquí: ¡es el cólera!” El desconcierto se apodera del pueblo y los habitantes se alejan asustados a pesar de los gritos de Fotis: “¡No es cierto, hermanos! ¡Ha muerto de hambre! ¡Tenemos hambre!”. Lo único que piden es “¡Tierra!, ¡tierra para volver a echar raíces!”. Pero las fuerzas vivas, temerosas por la enfermedad y negándose a repartir su riqueza, los expulsan. (¿Es que su eminencia ignoraba acaso que “dar de comer al hambriento y posada al peregrino” las dijo un tal Jesús en su Sermón de la Montaña?) Algunos aldeanos, y de modo particular los asignados para la representación de la Pasión, regresan para auxiliarles. La primera, Catalina –la Magdalena- trayéndoles agua. Luego Manolios –Jesús- señalándoles un lugar donde poder vivir: “Padre, id al Monte Sarakina; allí hay agua, el monte está lleno de leña seca… podéis hacer fuego, las noches todavía son frías”. Y llenos de decisión y también de amor, la Comunidad inicia la construcción de su segunda aldea. Lo único que piden es paciencia, fuerza para trabajar y no desesperar jamás. Yannakos el comerciante –Pedro-, que les ha estado expiando, se compadece de ellos y entrega a Fotis tres monedas de oro como ayuda. Catalina, la Magdalena, dice a Manolios: “Has pronunciado una palabra que me hace libre: me has llamado hermana”. Y también ella se decide a dar su única oveja para que los niños tengan leche. Otro ofrece la décima parte de su cosecha, y uno más dice: “Yo, Antony, barbero de Lycovrissi, el sábado subiré a Sarakina y afeitaré a todos gratis”. Los demás se unen. Estos hechos les van haciendo a todos tomar conciencia de quiénes son realmente. “Ahora soy consciente de quién era María Magdalena. Eso he llegado a ser: la Magdalena del pueblo… y no me avergonzaré nunca”. Y Yannakos: “También yo desde esta mañana lo empecé a entender”. Manolios –Jesús-, que es motor de esta nueva forma de vida y que tiene una visión de fraternidad universal, les propone sentado en medio de los olivos: “Mirad las aceitunas llenas de aceite, pensad en los pobres… Una buena acción, incluso si se hace en el más remoto desierto, repercute en todo el mundo”. Y ahora ha llegado el momento de replantarse la primera cuestión: ¿quién son los verdaderos cristianos? ¿Los de un Jesús teologizado en conceptos y fosilizado en la roca del tiempo, como propone la Institución? ¿O un Cristo resucitado en la vida de todos y en el humano acaecer de cada día? Las huellas que identifican inequívocamente a sus discípulos no son los Mandamientos –salvo el del amor- sino las Bienaventuranzas. En lo referente a la segunda de “¿Quién tiene autoridad para separar de la Iglesia a alguno de sus miembros?” los hechos son más elocuentes todavía. Y la respuesta más simple: ¡Nadie! ¿Es que puede algún hijo de Dios adjudicarse el poder de apartar de Él a otro hijo igualmente suyo? El pope Grigoris sube con las autoridades y conmina al grupo de rebeldes a bajar. Aludiendo a Manolios dice: “¡Le expulsaré del pueblo! ¡Le haré morder el polvo, ya lo veréis! ¡Se lo haré a todos, a Cristo, a los apóstoles… ¡a todos!” Manolios, en cambio comenta a sus cuatro adeptos mientras descienden el monte: “Cristo está vivo y camina por el mundo. Los corazones se abrieron para darle la bienvenida”. Ya en el interior del templo, Grigoris se dirige así a toda la comunidad: “Hermanos cristianos… si hay una oveja enferma hay que aislarle del rebaño para que no contamine a las demás y llevarla a morir lo más lejos posible… ¡Esa es Manolios! Se ha rebelado contra Dios. Es nuestro deber acabar con él… ¡Estás excomulgado! (¡Genial interpretación de la parábola evangélica del Buen Pastor: “Totus tuus”, menos los que no piensan como tú, claro). Y exhorta al pueblo a que nadie se acerque a él mientras la voz coral repite sus palabras y responde con un asentido ¡Amén! Pero los cuatro que le siguieron y algunos más, protestan que estarán siempre a su lado. A lo que el representante de la iglesia responde gritando: “¡Fuera de la casa de Dios! ¡Excomulgados!” Manolios sale de la iglesia e increpa al pueblo invitándole a la rebelión, a la vista de lo que está sucediendo en Sarakina. En medio de la confusión creada, Jesús es apuñalado por Judas. Aparece entonces el grupo de los refugiados, guiado por Fotis. Se arrodilla junto al cadáver de Manolios, que Magdalena sostiene entre sus brazos a modo de Piedad, y al que dedica un canto final lleno de amor y de fervor. Creo que el mejor epílogo de este drama histórico –y quien tenga oídos para oir, oiga- son las palabras dirigidas por Kazantzakis a las autoridades religiosas de la Iglesia Ortodoxa: “Me habéis dado una maldición, Santos Padres, yo os doy una bendición. Que vuestras conciencias sean tan claras como la mía y que seáis tan morales y religiosos como yo”.
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