La mente es inquieta y, con frecuencia, atropellada. Como un cachorro juguetón, no cesa de corretear de un lado a otro. Le encanta la distracción y el protagonismo. Suele generar más de sesenta y cinco mil pensamientos en un solo día. Y siempre quiere tener razón... Por todas esos motivos, no resulta extraño que se la haya llamado "la mente de mono", siempre saltando de un lugar a otro.
Le mente engendra al yo que, como buen hijo, asume como propias las características de aquella. Se cree separado de todos y de todo, busca tener más razón que nadie, vive de la comparación y el enfrentamiento, y hace todo lo posible por autoafirmarse como centro de su universo. Para sí mismo, el yo aparece como solemne; visto desde fuera, sin embargo, resulta infantil y, cuando se infla, patético. Sin embargo, hay otro modo posible de relacionarse con la mente y, por lo tanto, con el yo. Basta ver la mente como lo que realmente es, una herramienta –un "objeto" más dentro de lo que somos-, para que se empiece a abrir camino el reconocimiento de nuestra identidad más profunda. En ese preciso momento, el propio yo habrá empezado a disolverse, tanto en su presunta identidad como en sus equivocadas creencias de separación. Y eso ocurre cuando la atención "gana la carrera" a los pensamientos. Una cosa es pensar y otra muy distinta saber que se está pensando. Al percibir y experimentar esta diferencia, hemos accedido a otra comprensión mayor: una cosa es el pensamiento (la mente) y otra la Consciencia. Y se hace posible percatarnos de que el pensamiento es lo que tenemos; Consciencia es lo que somos. A partir de ahí, es posible aprender a vivir, no en el pensamiento –que utilizaremos cuando lo necesitemos-, sino en la atención. Y vendremos a percibir que la creencia en nuestra identidad egoica ha cedido el paso al reconocimiento de la Identidad no-dual, atemporal e ilimitada, que realmente somos. Y se irá haciendo verdad en nuestra vida lo que canta un conocido haiku: Siéntate en silencio. No hagas nada. Llega la primavera y la hierba crece sola. Toda esta introducción me ha surgido al leer los interrogantes que se plantean los oyentes de Jesús: "¿No es este Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre?, ¿cómo dice ahora que ha bajado del cielo?". Porque no está mal que la mente se plantee interrogantes; gracias a ellos, avanzamos. El error radica en creer que la respuesta se encuentra en ella misma. Eso explica que, al verse frustrada en sus pretensiones, descalifique todo aquello que no cabe dentro de sus reducidos parámetros. Por eso, me suena profundamente sabia la actitud de Jesús: "No critiquéis". Es decir, no erijáis la mente en árbitro último de la realidad. Abríos a otra Sabiduría mayor, a la que tenemos acceso justo en el momento en que se acalla la razón. Esta Sabiduría no es crédula ni irracional. Valora y respeta la mente –no renuncia nunca a la razón crítica-, pero la trasciende. Ante ella, la mente ocupa su lugar, sin otras pretensiones ilusas y dañinas, y termina rindiéndose a la Verdad de lo que es. Esa Verdad no es otra cosa que la "vida eterna", de que habla Jesús. Ambos términos, Verdad y Vida, son equivalentes e intercambiables. Son nombres que apuntan, dentro de la pobreza del lenguaje, al Misterio último de lo Real y, por tanto, al núcleo último de nuestra propia identidad, al Fondo común de todo lo que es. No somos yoes que tienen vida durante un cierto tiempo. Somos Vida que se expresa en estas formas temporales y transitorias. Reconocerlo es "creer", "ver al Padre", "venir a Jesús", saborear el "pan de vida"... Cuando leemos textos como este desde la mente, podemos tener la sensación de perdernos entre tantos nombres y conceptos, hasta el punto de parecer todo un inmenso trabalenguas. Cuando, por el contrario, la lectura se hace desde "otro lugar", desde la experiencia del No-lugar donde todo se encuentra, caemos en la cuenta de que esa pluralidad de palabras y de expresiones no es otra cosa que el resultado de querer balbucir la Realidad última, imposible de apresar. A partir de ahí, cesa la confusión. Hemos descubierto que la sabiduría espiritual siempre está hablando de "lo mismo", cualquiera que sea el lenguaje, la referencia o el "idioma" que utilice. Sus palabras no tienen la pretensión (ilusoria) de informarnos acerca del Misterio, sino la de despertarnos a la Realidad que ya somos, pero de la que estamos con frecuencia desconectados. Es comprensible que, según los diferentes perfiles psicológicos, haya palabras que, a cada cual, le resulten más evocadoras que otras. Pero todas ellas son únicamente eso: evocación, señales que apuntan a la Realidad que trasciende toda palabra y todo concepto. Realidad que no puede ser pensada ni formulada adecuadamente, como recuerda magistralmente uno de los primeros textos espirituales: "El Tao que se puede conocer no es el verdadero Tao....; el Tao del que se puede hablar no es el verdadero Tao...; el que conoce el Tao, no conoce el verdadero Tao" (Tao te Ching). No podemos conocer –ni nombrar- el Misterio; únicamente lo podemos ser. Y es entonces, al serlo, cuando lo conocemos, con la evidencia y el gozo que se desprenden de la Realidad misma. Es lo que somos, y siempre hemos sido. Despertar es hacerlo consciente y vivir en conexión con Ello.
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