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Convertirse: otro modo de ver por: Enrique Martínez Lozano

3/4/2013

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Parece que es la “llamada a la conversión” lo que sirve de nexo a las dos partes del presente relato.

En la primera, Jesús desmonta la idea (tradicional), según la cual, las desgracias y, en general, el dolor, serían consecuencia del pecado. Esa creencia no hacía sino añadir culpabilidad y angustia a situaciones dolorosas.

Sin embargo, y aunque parezca paradójico, a renglón seguido, hace ver que nuestros actos necesariamente tienen consecuencias: “Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera”.

Y esta sería la forma adecuada de entender lo que, en otras tradiciones, se conoce comokarma o ley kármica, cuya formulación puede expresarse de este modo: en el mundo de las formas, toda acción provoca un resultado (“el que siembra vientos, recoge tempestades”).

Pero, al tratarse de un tema delicado, debido a lecturas apresuradas o erróneas, parece necesario hacer alguna puntualización. Las acciones que producen karma son aquellas en las que hay alguna forma de apropiación, porque vamos buscando algún fruto.

Por el contrario, cuando vivimos desapropiación, la acción adecuada pasa a través de nosotros, como si lo hiciera a través de un canal, limpiamente. La desapropiación con respecto al fruto de la acción elimina los efectos negativos.

Una tal desapropiación implica que la persona no se identifica con el yo; no tiene consciencia de ser el hacedor. Del mismo modo que una ola emerge del océano para luego volver a él, así también, la acción surge en la persona para desaparecer del mismo modo.

Al cambio que va de una actitud egoica a otra desapropiada, Jesús lo llama “conversión” (meta-noia).

Al hilo de una lectura moralizadora de los textos evangélicos, las palabras de Jesús sonaban como amenaza grave: “Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera”. No se sabía muy bien qué significaba eso de la “conversión”, pero ciertamente sonaba a mortificación, culpabilidad y confesión. Y se percibía como una “espada de Damocles” pendiendo de nuestras cabezas, con la imagen de un Dios amenazador al fondo.

No hay tal. La palabra “conversión” no remite a ninguna amenaza –en el sentido habitual de ese término-, sino que es promesa de vida. Para no “perecer” –“¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida?”, dirá el propio Jesús (Mc 8,36)-, es necesario “convertirse”, es decir, aprender a ver las cosas “de otra manera”, más allá (meta) de la mente (nous), lo cual produce una transformación en la persona.

La transformación, según Jesús, no es otra que el abandono del ego: “El que quiera salvar su yo, perderá la vida, pero el que lo pierda por mí y por la buena noticia, la salvará” (Mc 8,35).

Todo es cuestión de comprensión, de ver que nuestra verdadera identidad no es el yo. Y que, cuando olvidamos esto, nos encontramos viviendo para él, sin ser conscientes de que, así, estamos perdiendo la vida.

La identificación con el yo nos hace vivir en clave de apego (a lo que nos parece agradable) y de rechazo (hacia lo que etiquetamos como negativo), girando en torno a nosotros mismos y a merced de los inevitables vaivenes de la impermanencia en el mundo de las formas.

Al dejar de identificarnos con él, nos abrimos a la totalidad, de una manera respetuosa y admirada. Aceptamos los “altos” y los “bajos” de la existencia, nos rendimos a lo que es (que adopta la forma de “lo que pasa”) y descansamos en la confianza que emerge permanentemente de todo lo Real, cuando sabemos ponernos a su escucha.

Dejamos la arrogancia de quien cree saber lo que es “bueno” en cada momento y vivimos aceptación humilde y docilidad desapropiada para que “pase” a través de nosotros lo que la Vida ofrece.

Se cuenta del rey Alfonso X el Sabio que, mientras le leían el relato del libro del Génesis, comentó: “Si yo hubiera estado con Dios el día de la creación del mundo, le hubiera dado unos cuantos consejos”. Ese es exactamente el modo como se expresa el ego. Solo cuando dejamos esa arrogancia, podemos abrirnos a la sabiduría: ese paso se llama metanoia.

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