Hacia las tres de la tarde, rodeado de tinieblas, Jesús murió. Sus discípulos y sus amigos no se lo podían creer. Pensaban que el Mesías no podía morir, y menos morir así. Cuando lo iban a crucificar esperaban sin duda que los clavos no atravesarían sus manos y sus pies. Pero se equivocaban. Las manos y los pies clavados hicieron temblar su fe. Cuando los sacerdotes y los doctores le desafiaban: "si eres el hijo de Dios, que tu padre te salve, baja de la cruz y creeremos en ti"... miraron sin duda a la cruz para ver el milagro. Pero Jesús no pudo bajar de la cruz. Y la fe volvió a temblar. Ahora, con el último suspiro de Jesús, murió quizás la fe. Poco después, la losa del sepulcro rodó sobre el último suspiro de la fe, que quedó sepultada. Quizá hasta la fe de María, su madre, quedó en tinieblas. Quizá hasta el espíritu de Jesús estaba lleno de tinieblas cuando clamaba "¿Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?".
Nosotros estamos hoy en la misma situación. Abrumados por la cruz, con la fe aplastada por la losa de la muerte. A veces sentimos ganas de decir: "Ya no sé si creo en nada". Y así tiene que ser. Después de la muerte de un ser tan querido, ya no se puede vivir ni creer como antes. Algo se nos ha muerto en el fondo del alma, como a María, la madre de Jesús, como a sus amigos y a sus discípulos. Y ese algo se les murió para siempre, porque no era verdad. Ellos esperaban el triunfo terreno del Mesías. Y esperaban mal. Esperaban un futuro brillante para ellos mismos. Y esperaban mal. Esperaban una vida de éxitos. Y esperaban mal; les esperaba una vida de trabajo, de esfuerzo, como la de Jesús, y a algunos incluso una muerte como la de Jesús. Y fue la muerte de Jesús la que les hizo esperar otras cosas, esperar mejor. Y les nació otra fe y otra esperanza, como la de Jesús. Jesús no murió gritando "¿Dios mío ¿por qué me has abandonado?". Jesús dijo después "Misión cumplida", y murió gritando "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu". Y gritando esa confianza, saltó al vacío, seguro de que allí estaban, esperándole, los brazos de su Padre. Esa misma puede ser también nuestra situación, nuestro desafío, y la fuente de nuestra paz, que puede brotar en nuestra alma junto al dolor insoportable que sentimos. La paz que no nace de la resignación ni de los razonamientos sino de la confianza en que el Padre sigue estando ahí, con él y con nosotros, aunque nos resulte tan difícil de entender. Porque no estamos en situación de comprender, sino, solamente, de confiar. Así lo sintió Jesús, y eso es lo que al morir nos ofrece Jesús a nosotros que nos enfrentamos también al supremo dolor, a la suprema tiniebla de la muerte. En este desgarro del alma que nos produce la muerte hay también, como en todas las cosas, una poderosa palabra de Dios. La muerte es lo más seguro de nuestra vida. Día tras día se nos van muriendo amigos, conocidos, parientes, desconocidos. La muerte es lo normal, pero la sentimos siempre como lo más inesperado, lo más terrible, lo más absurdo. Y tenemos razón, porque no nos hizo Dios para morir sino para vivir. No existe la muerte. Existe este modo de vivir al que llamamos vida aunque no merece ese nombre, y la VIDA, con mayúsculas y sin muerte, la casa del Padre donde se nos espera a todos. He dicho a todos, porque el que nos ha puesto en la vida es todopoderoso y no puede fracasar. Si dependiera de nuestro amor no se nos morirían los seres queridos. Al Amor todopoderoso no se le muere ningún hijo. Al Buen Pastor todopoderoso no se le pierde ninguna oveja. Creados para la vida, en manos del amor todopoderoso, en buenas manos. Por eso las últimas palabras de Jesús fueron "en tus manos". Por eso no lloramos por él sino porque nos han separado de él. Pero es por poco tiempo, es una situación provisional. Y esta es la segunda palabra de Dios que recibimos en este momento: esta vida nuestra es provisional, como es provisional el equipaje de un caminante, el albergue de un peregrino. Está loco el peregrino que se conforma con un miserable albergue del camino. Hay que caminar hacia más, hacia siempre más, hacia la plenitud de la VIDA DEFINITIVA. "Nosotros esperábamos que Jesús iba a ser el Rey de Israel", decían los de Emaús. Pero esperaban mal. La muerte de Jesús les curó de vanas esperanzas, les quitó su equivocada fe, les hizo ver la vida con ojos nuevos. Nosotros, los que estamos aquí, esperamos quizá ser y disfrutar, aquí y ahora, sin disgustos, sin enfermedades, sin contrariedades, esperamos que no se nos mueran los seres queridos, esperamos que el consumo nos dé felicidad, esperamos tantas cosas ... y esperamos mal, y la presencia de la muerte nos invita a esperar mejor. No se puede ser feliz en esta vida que tenemos. El caminante es del todo feliz solamente cuando llega. Se pueden pasar buenos ratos en el camino, pero la felicidad está solo al final. Y así, paradójicamente, de la muerte, precisamente de la muerte, nace la fe en la VIDA, en la vida tal como nosotros nunca podremos imaginar, porque está pensada, planeada por Dios mismo, por el mismo Amor Todopoderoso, y ni ojo vio ni oído oyó ni inteligencia humana puede siquiera concebir lo que Dios tiene preparado para sus hijos. En las manos de Dios le dejamos, en buenas manos. Damos gracias al Padre porque nos lo regaló y por la vida que nos regala. En las manos de Dios nos sentimos nosotros, los que todavía somos caminantes y le pedimos, todos por todos, para que nos enseñe a caminar y devuelva a nuestros corazones la fe y la paz.
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