Iban de valle en valle ofrendando su saber, su esfuerzo, sus días para mayor gloria del Dios que entonces cabía en sus mentes. Tañer de metales era su machacona, pero piadosa oración sin fin. Los golpes de martillo y cincel sin contrato, ni horario, sin seguro, ni pensión…, era su entero regalo al Cielo y a aquel mundo aún tan pequeño. Los compañeros constructores del románico apenas dejaban unos símbolos grabados como firma. Su ejemplar testimonio eran las piedras anónimas que rudas, toscas, pero agradecidas, escalaban hacia lo Alto.
Nadie corra a registrar hoy unas piedras que ayer se ofrendaron desde la más pura generosidad y sacrificado trabajo. Nadie se apropie en exclusiva del sudor y de las donaciones de los antepasados. Que sean las autoridades civiles las que regulen el uso de ermitas y pequeñas iglesias sin propiedad definida hasta nuestros días. Que sean los consistorios los que administren esos espacios comunes para posibilitar un silencio y recogimiento cada vez más urgentes, para el desarrollo de celebraciones y actos por supuesto católicos, pero también plurales e interreligiosos. Que las gentes de fe que buscan paz y alabanza compartida, independientemente del credo, puedan hallar entre esos muros su necesario espacio. Que quienes no abrazan fe puedan allí también dar con sosiego, belleza, encuentro apacible consigo mismos/as. Nada más alejado del evangelio que la idea de posesión. El evangelio es compartir, la vida, la tierra, los frutos…, por supuesto las piedras, el espacio de sublime quietud de entre muros. Abrir la Iglesia es también abrir los templos a nuevos sentires, a nuevos y genuinos palpitares, a nuevas gentes de buena voluntad. La carrera por inmatricular ermitas e iglesias es algo que va contra la misma esencia del mensaje de donación de Jesús. Camino del notario, que diga la Iglesia que defiende sus intereses terrenales, corporativos, pero por favor, no mente el nombre del Nazareno. Jesús era y es la esencia del dar y el compartir. Los mercaderes no meritaron el templo. A esa Iglesia blindada, acorazada, codiciosa de inmuebles le faltará recorrido. La Iglesia tendrá un lugar en el mañana cuando pierda el terror a bajar de su pedestal, cuando descienda al ancho espacio entre las espiritualidades diferentes que ya se gestan. Hallará futuro cuando comparta altar, cuando abrace la diversidad también religiosa que felizmente comienza a instalarse en nuestra sociedad. No hay nada que defender, menos de las gentes que se acercan con ganas de compartir y crecer juntos. El mensaje de Jesús no perdura, más al contrario se desacredita con la apropiación de los templos, con el cierre de los mismos a lo que no representa estricta ortodoxia. La Iglesia hallará futuro cuando pierda el terror a los portones y ventanales abiertos, cuando reencuentre a Jesús tras salir de la parálisis del miedo a perderle. La tradición y sus fieles merecen su lugar entre los muros sagrados, pero también quienes buscan sin mapa, ni manual preestablecido, también quienes peregrinan tras lo eterno y trascendente sin pasar por Roma. Hay una sinfonía a diferentes voces, hay una oración de diferentes orígenes, hay un altar sencillo y universal que nos aguarda al final de un camino de reencuentro. Los templos de ayer se yerguen pétreos cual silente, sólido desafío para el arranque de un tiempo de más y más compartir, de más colaboración y mutua fecundación en lo interno. Sólo resta girar la llave para que entre el vivo anhelo, la brisa cálida y universal de los nuevos tiempos. Hay párrocos, hay hermanas monjas valientes, auténticos pioneros de un mañana más inclusivo y fraterno, que, aún conscientes del riesgo, ya giraron esa llave. Nos abrieron las puertas de sus templos a los diferentes, a los heterodoxos. Entramos con nuestras pequeñas, diminutas, tímidas verdades, pero con nuestros espíritus seducidos y en nuestro interior sólo emoción, sólo profundo y sincero agradecimiento. Nada nos pertenece, pertenecemos a la vida toda y al deber de sublimarla, pertenecemos a la gloria y al compromiso de elevación de cuanto late. Gloria es comunión abarcante, es también encuentro, ganas de fundirse y compartir, son gargantas y corazones sumados, credos diferentes unidos en la esencia del amor a cuanto existe, del amor al Origen. Nada es nuestro, sobre todo si nos autoproclamamos seguidores de Quien lo dio todo. Nadie corra al Registro, si no es para desprenderse y entregar, si no es para llevar las miles de firmas de ayer y de hoy, de los del cincel y el martillo, de los de fe con misal y solera, pero también de los de fe que se pretende resurgida y a cada instante renovada, también de los/as que no ponen Latido tras ese silencio entre las piedras, pero que igualmente necesitan de ese espacio. Al fin y al cabo el buen arte, la música elevada son siempre exquisita alabanza. Las piedras nos las otorgó Dios y las labraron maestros y canteros desprendidos. No tienen dueño, ni apellido. No se lo coloquen quienes aspiran a representar Su Suprema autoridad aquí entre los humanos. ¿Podrá haber algo más bello sobre la tierra que, quienes invocan al mismo Dios con distintos nombres, unan sus silencios, sus palabras sagradas, sus cantos bajo una misma cúpula? Atrevámonos a compartir templo, como prólogo necesario para compartir el trigo y el vino, como condición indispensable para después poder compartir el cuerpo y la sangre de Aquél que dio norte a nuestras vidas, de Aquél en Quien depositamos nuestra fe, nuestra esperanza.
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