Es un pasaje recogido por Mateo y Lucas, con algunas connotaciones diferentes. Tiene tres ideas, yuxtapuestas por el redactor de forma más bien artificial:
- La exclamación de gozo de Jesús por la revelación a los sencillos. - La declaración sobre el Padre y el Hijo - La invitación a tomar el suave yugo de Jesús. En nuestra reflexión vamos a centrarnos en la primera, por lo que insinuamos aquí alguna vía de comentario de las otras dos. La declaración sobre el Padre y el Hijo muestra bien que las primeras comunidades tenían una clara conciencia de que Dios hablaba por Jesús. La conciencia misma de Jesús parece reflejada aquí. Estos versos, que hacen recordar tanto algunas expresiones del cuarto evangelio, lo muestran claramente. Es muy de señalar, sin embargo, que hemos insistido quizá demasiado en el carácter trinitario de estas expresiones. Cuando Jesús se refiere a "el Hijo", se refiere sin más a sí mismo, a su conciencia filial y a su relación con Abbá, aspecto mucho más importante que una mera especulación metafísica sobre las Personas Divinas. La tercera parte es una prolongación natural del mensaje del domingo pasado. Todos los humanos estamos fatigados y sobrecargados, en toda vida humana hay cruz; se nos invita a llevar la cruz con él, con su misma disposición, con su mismo corazón, para que la vida sea mucho más llevadera, para que la cruz de la vida tenga más sentido. Mateo constata simplemente que Jesús "tomó la palabra y dijo...”. Lucas lo expresa así: "Lleno del júbilo del Espíritu Santo, dijo...". Jesús siente este sobrenatural júbilo al constatar que la Palabra es bien recibida y entendida por la gente sencilla, mientras que los grandes, los ricos, los poderosos, los sabios, no la entienden, no la aceptan. Jesús siente júbilo por ello. Una vez más, los criterios y valores de Jesús chocan con los normales del mundo. Si los ricos, sabios y poderosos no aceptan la palabra de Jesús, parece evidente que toda su labor está destinada al fracaso; no será más que una doctrina popular sin influencia, sin futuro. Jesús no lo cree así: se alegra de que la gente normal se entere y se alegra también de que los poderosos se cierren. Una vez más, nos encontramos ante el desafío de aceptar los criterios y los valores de Jesús. Ante todo, para Jesús los poderosos, ricos, sabios... no son más que los sencillos. Si miramos detenidamente las relaciones de Jesús con las personas, advertimos que para él no tiene ninguna importancia el status social. Jesús atiende a todos, sin importarle nunca su dinero, su sabiduría, su rango. Con una distinción: sus relaciones con los poderosos y con los sabios de Israel suelen ser tensas, incluso cuando está invitado a comer en sus casas, mientras que sus relaciones con la gente normal son cariñosas, cercanas, sobre todo cuando se trata de gente especialmente necesitada, enfermos, rechazados, marginados ... Que sean precisamente éstos los que mejor reciben la Palabra es una enorme alegría para Jesús. Y que los sabios y poderosos no la acepten, también, porque muestra a las claras que Dios es justo y bueno, no se deja comprar, y que el dinero y el poder no pueden cambiar a Dios. Jesús se alegra de que Dios es de todos, sobre todo del que más lo necesita, y especialmente de que no es patrimonio del saber, del poder, del poseer. Los ricos, los sabios, los poderosos... los sencillos, los pobres, los necesitados. Jesús sabe que serán éstos los que reciban la palabra. Jesús sabe que aquellos difícilmente la recibirán. Estamos ante el mismo mensaje de otros mensajes de los evangelios, en que Jesús desconfiaba del dinero y constataba que nadie sirve bien a dos señores. Una vez más, constatamos la singularidad de Jesús. Las religiones se instauran siempre desde el poder, el poder sagrado que se origina en la posesión de la palabra sagrada y la condición sagrada de sus dirigentes, y atraen inmediatamente la riqueza, que da a sus miembros respetabilidad social. Las religiones se instalan confortablemente entre sabios, santos, poderosos: construyen maravillosos monumentos, asesoran a reyes, gobiernan, cobran... Y Jesús no es así: ni él ni su movimiento es así. Teme al dinero como a un peligro, desconfía de la sabiduría humana, no idolatra la ley, no aprecia gran cosa a los santos oficiales, no tiene buenas relaciones con el poder, no da mucho valor al templo y sus actos de culto... Pero valora enormemente a la gente sencilla, su compasión, a su solidaridad, a la limosna de la viuda, al que visita enfermos, al que pelea por la justicia... Es éste un despiadado espejo en que hemos de mirarnos nosotros, la Iglesia. La Iglesia como institución tiene el peligro constante de convertirse en una religión como todas: poseedora de la palabra, prestigiosa, rica, constructora de maravillas costosísimas para el honor de Dios, instalada en las capas superiores de la sociedad... Es una tentación, y no podemos afirmar que no hayamos caído en ella. Y cada uno de nosotros estamos tentados a apreciar más al rico, al sabio, al influyente, al triunfador, y a sus criterios y valores: el éxito, la respetabilidad inaccesible, la influencia social... Estamos tentados a valorar poco al más sencillo y a sus valores: la sinceridad, la colaboración, la capacidad de sacrificio, la predisposición a compartir. ¿Dónde está tu Dios? es una pregunta inquietante. ¿en el Templo, en el palacio, en los bancos, en la fama, en la erudición, en el prestigio, en la influencia? Jesús se muestra feliz, lleno de júbilo, porque encuentra a Dios en el corazón de la gente. Dejemos que la palabra de Jesús desnude nuestra religión, que la limpie de todos los añadidos, de todos los vestigios de "carne", de tierra. Si hemos manchado a Jesús con extrañas religiosidades llenas de poder y dinero, de prestigio y vanas sabidurías, reconozcámoslo. Si en nuestra vida personal nos sentimos más religiosos en el templo que cuidando a un enfermo, si damos más gracias a Dios por ser ricos que por ser compasivos, si nos sentimos mejor en compañía de ricos poderosos que con gente sencilla... pidamos a Dios fervientemente que nos cambie el corazón: que haga que nuestros sentimientos sean los de Jesús. Porque es posible que toda nuestra religiosidad sea un gran error. El domingo pasado celebramos la fiesta que llamamos “el Corpus”. Lo más significativo de su celebración es la fastuosa procesión, el desfile de autoridades civiles y militares (aunque no sean creyentes) la formidable custodia de plata y oro, los valiosísimos ornamentos del clero. ¿Es el estilo de Jesús? Pronto celebraremos el aparatoso evento del JMJ, espectacular, carísimo, financiado por el Estado y por la gente más rica del país. ¿Es el estilo de Jesús? Cada uno ha de pensarlo, ya somos adultos como para esperar siempre que otros nos lo digan.
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