Ser familia de Dios. Esta es una de las grandes noticias que trae la Navidad. Que el Hijo se haya hecho hombre demuestra su cercanía e implicación con nosotros. Nuestra vida ha quedado injertada en la suya. El Altísimo se ha dejado ver, oír y tocar. No está en un mundo aparte, alejado y extraño a nuestra existencia. ¡No se le puede pedir más!
Sin embargo, las celebraciones de estos días suelen ir acompañadas de un sabor agridulce. Las luces externas, el bullicio en las calles y las comidas navideñas nos invitan a la fiesta, pero los conflictos del mundo, la ausencia de seres queridos, las tensiones no resueltas en nuestros entornos, el estrés para terminar las compras de última hora, y las filigranas que hay que hacer para colocar en la misma mesa a quienes no se llevan bien o no saben de qué hablar, acaban por impregnar el ambiente de una sensación de hartazgo y pesadez. Pasado el ecuador de este tiempo, es comentario común el anhelo de volver al ritmo cotidiano. Para vivir la alegría que trae la Encarnación es necesario recuperar el sentido de lo que celebramos. Contamos con la ayuda de la liturgia de todo el día de navidad que, en cuatro Eucaristías que constituyen el ciclo del Nacimiento nos propone la contemplación del Misterio a través de la lectura y escucha orante de algunos textos del evangelio al hilo de las horas, siguiendo el símbolo de la noche y el día. Porque toda la Creación anuncia y acompaña el amor que se nos revela. Así, en la misa de vigilia, en vísperas de Navidad, leemos primero el texto de la genealogía de Jesús (Mt 1,1-25). Mateo nos recuerda de este modo que el nacimiento no es un hecho aislado, sino que el Señor queda arraigado en una tradición. Gracias a la figura de José, Jesús es descendiente, de pleno derecho, de David. Es heredero legítimo de las promesas que han ido pasando de generación en generación. En la misa de medianoche (Nochebuena) brilla la figura de María que da a luz al Hijo en Belén (Lc 2,1-14). A través de ella el vínculo con el ser humano se hace carnal. Radical. Un paso más en la “inserción” de Dios en nuestra historia, que emparenta con la humanidad no solo por la adopción de José, sino por la carne de María. ¡Era verdad que Dios no nos iba a abandonar jamás! ¡Ha entrelazado su vida divina con la nuestra! Se ha hecho familiar de los hombres y que los hombres se conviertan en familia para Dios. No es fácil de comprender tal derroche de amor, ni de captar la profundidad de lo sucedido al contemplar simplemente a un niño. Por ello, en la misa de la aurora, cuando la luz asoma todavía tímida, se nos invita a unirnos al cántico de los pastores (Lc 2,15-20), es decir, de aquellos que han sido capaces de empezar a vislumbrar el amor escondido en esta escena. A mediodía, cuando el sol está en lo alto, celebramos la misa de Navidad escuchando el comienzo del evangelio de Juan donde se hace una declaración solemne y vibrante del origen último de ese Niño que, aunque nacido de mujer, existía antes porque era Dios y siempre había estado junto a Él (Jn 1,1-18). Una proclamación “con todas las de la Ley”, hecha a plena luz del mediodía. A través de estas narraciones asoma un Dios misterioso que ha realizado acciones propias de un “amor loco”, que le ha conducido a entrelazar su vida con la nuestra. En su árbol genealógico aparece definitivamente la humanidad: María, su madre, de quien toma los “genes”; José, el padre adoptivo, con quien mantiene una relación paternofilial con todas las consecuencias, aunque no haya consanguinidad. Ya nadie queda excluido; ni los que no han nacido de la sangre ni del amor carnal (Jn 1,13). Ahora nosotros formamos parte de su vida. La familia que ya somos con el Señor -gracias a su acción generosa- es una noticia que merece un gran titular. Ojalá que los desencuentros familiares y comunitarios no nos revienten esta gran exclusiva. Porque nadie sobra en esta mesa. Es Él quien la ha preparado y todos nosotros somos sus invitados, lo que Él ha unido, que no lo separe el hombre. Es motivo más que suficiente para celebrar y gozar.
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