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Carta a Pedro por: + José Galarreta, SJ

10/1/2015

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Querido Simón hijo de Jonás,

rebautizado por Jesús como "Pedro, la Roca":

Tú, Pedro, siempre me has admirado: generoso, atrevido, incondicional de Jesús ("mi vida daría por ti"), seguro de tu fe en Jesús ("aunque todos te abandonen, yo nunca te abandonaré") verde como una castaña pilonga en tu fe, excesivamente seguro de ti mismo (lo que te costará llorar amargamente tras negar a Jesús en la noche fatídica del jueves). Todo un tipo.

Jesús pregunta quién creéis que es Él mismo. Y le quitas la palabra a todos: "Tú eres el Mesías". Sabías muy bien lo que decías: el Mesías, el nuevo Rey David, el que devolvería a Israel la Realeza, el que haría que el mundo entero viniera a adorar a Dios en su santo templo ("su" significa "de Israel", aunque Israel pensaba que significaba "de Dios").

Déjame imaginar tus sueños: tenía que llegar un día en el que Jesús fuera aclamado a la entrada de cada ciudad, tenía que llegar el día en que entrase triunfalmente en Jerusalén, recibido a las puertas del Templo por Pilatos y Herodes, transportado por la ciudad en una carroza tirada por blancos caballos engualdrapados, vestido él mismo de blanca seda carísima, con rojas sandalias diseñadas por el primer zapatero del emperador de Roma, recibido a las puertas del Templo por Caifás y toda la corte de sacerdotes, engalanados de púrpuras regias y tiaras cuajadas de oro y pedrería, y así, en procesión espléndida, accedería al Santuario para ofrecer al Altísimo Todopoderoso un sacrificio sangriento de cientos y cientos de bueyes y corderos, y el humo del sacrificio se elevaría hasta los cielos aplacando la ira de Dios por todos los pecados.

Magnífico sueño, Pedro, en el que tú y los Zebedeos estaríais sentados, a la derecha y la izquierda del Mesías, constituidos jefes de Israel y del mundo. Y además, y por supuesto, el pueblo, todo el pueblo, miles y aun millones, que cumpliría entusiasmado su papel, su único papel: aplaudir.

Todo esto se empezó a desmoronar ya desde el principio, cuando Jesús se distanció de los teólogos y los santos, trataba con pecadores, no tenía remilgos con las mujeres, les gustaba más a los pobres que a los ricos, se mostraba menos preocupado de las leyes que de curar leprosos (¿qué tal te llevabas con Leví, el publicano impuro, tu compañero entre los doce preferidos de Jesús?).

Hubo un momento de inflexión, a la entrada de Jericó, cuado Jesús estropeó la entrada triunfal (me sospecho que vosotros los doce la habíais preparado un poco, como hicisteis cuando Jesús dio de comer a los cinco mil y la gente estaba dispuesta a proclamarle rey, y Jesús os metió a empujones en la barca, despidió a toda la muchedumbre entusiasmada y se fue al monte a orar, él solo) porque se salió de la comitiva que aplaudía a rabiar para atender a un ciego mendigo (¡cómo estropean los éxitos los mendigos! Pero es que Jesús iba por las calles despacio, atendiendo a la gente, y se le revolvían las tripas cuando veía una desgracia y entonces se acababan los vítores y Jesús se dedicaba a lo suyo, a curar) y peor aún cuando se invitó descaradamente a casa del más despreciado pecador, un rico recaudador de impuestos, el más odiado de Israel.

El balance del episodio de Jericó podría juzgarse desde dos ángulos; seguro que para muchos fue un fracaso: desfile triunfal interrumpido, alojamiento en casa nada conveniente... mal balance para un mesianismo aparatoso: pero estoy seguro de que Jesus durmió aquella noche feliz: en ciego mendigo curado y un pecador recuperado, estupendo anuncio de El Reino.

Más tarde pasará lo mismo a lo grande a la entrada de Jerusalén. Esta vez sí que lo habíais preparado todo y muy bien: avisasteis a los galileos que habían subido a la Pascua, para que acudieran a aplaudir al Mesías, disteis la consigna de echar al suelo los mantos y alfombrarlo con ramas verdes, dirigisteis los Hosannas al Hijo de David...

Se os escapó el detalle de la cabalgadura, no pudisteis conseguir más que un burro, pobre bestia campesina que en todas las culturas ha acarreado con los peores trabajos y sufrido palos inmisericordes. Nada que ver con carrozas regias o al menos caballos brillantemente enjaezados, pero en fin, nunca se puede llegar a todo.

Y os falló Jesús, que en medio de todo aquel espectáculo, iba llorando, y acabó estropeando el espectáculo al entrar al templo y liarse a latigazos con los mercaderes, provocando el desastre y la definitiva y mortal hostilidad de los sacerdotes.

Así que ahora, en Cesarea, tú lo proclamas Mesías Hijo de David, Rey de Israel... y te llevas la bronca del siglo: "Satanás" "me sirves de tentación", "no piensas como Dios". Pobre Pedro, incondicional y sincero, roca sobre la que se construirá la Iglesia, Satanás, que no piensas como Dios.

Y todo porque Jesús ha dicho que tendrá que sufrir mucho y al final lo crucificarán los jefes de Israel.

¿Cómo puede pasarle eso al Mesías de Dios, al Rey de Israel? Estoy completamente seguro de que te pasaste días y semanas hecho un lío.

Más aún, estoy completamente seguro de que cuando al pie de la cruz (seguro no andabas muy lejos) oíste a los sacerdotes reírse de Jesús y decirle "si eres el hijo de Dios, baja de la cruz y creeremos en ti", seguro que miraste a la cruz para verle bajar, triunfante, y apabullar a todos en un éxito final. Pero no bajó de la cruz, y murió, vencido y desprestigiado. ¿Qué pasó entonces con tu fe?

Lo sabemos: nos lo dijiste tu mismo, según lo cuenta Lucas, en los discursos, poco tiempo después.

HECHOS 2, 22...

Israelitas, escuchad estas palabras: A Jesús, el Nazoreo, hombre acreditado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por su medio entre vosotros, como vosotros mismos sabéis, a éste, que fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios, vosotros le matasteis clavándole en la cruz por mano de los impíos; a éste, pues, Dios le resucitó librándole de los dolores del Hades, pues no era posible que quedase bajo su dominio. Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado.

Y un poco después, en Cesarea, en casa del centurión pagano:

HECHOS 9, 37...

Vosotros sabéis lo sucedido en toda Judea, comenzando por Galilea, después que Juan predicó el bautismo; cómo a Jesús de Nazaret le ungió Dios con el Espíritu Santo y con poder, y cómo él pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el Diablo, porque Dios estaba con él.

Es decir, que tiraste por la ventana el Mesías Rey y creíste en el Crucificado. Acabaste pensando "como Dios", aceptaste el estilo de Jesús, como estilo de Dios. Aceptaste el éxito tal como Jesús lo entendía.

Y formaste parte de una iglesia pequeña, perseguida, admirada por el pueblo y odiada por los reyes y los sacerdotes, iglesia de gente sin poder, en la que no había pobres porque todos se encargaban de que no los hubiera, una iglesia sin obispos, sin sacerdotes, sin templos, en la que, a pesar del enorme prestigio del que gozabas ante todos, tú mismo no mandabas nada y no decidías nada sino que remitías las decisiones a la asamblea. Fue entrar en casa de un centurión pagano y bautizarle y se armó la gorda y tuviste que dar explicaciones a los hermanos judíos que se escandalizaron y te pidieron cuentas...

¿Dónde habías dejado las llaves, se te habían perdido entre tantas novedades? ¿Y por qué aguantaste las críticas de Pablo en Antioquia cuando te cantó las cuarenta, "porque eras reprensible"? ¿por qué no sacaste las llaves del bolsillo y le hiciste callar, a él que no era nadie comparado contigo, la Roca, el elegido de Cristo?

Déjame que termine esta carta agradeciendo a Dios que te murieras pronto, y así no vieras que esas modestas iglesias iban a tener éxito (el que tú esperabas en Cesarea), que se iban a bautizar millares (la mayoría no por conversión a Jesús sino por muchos otros motivos sociales); que se irían construyendo imponentes templos mientras moría la Cena del Señor por las casas; que ser obispo iría resultando apetitoso porque significaría poder, riqueza, prestigio social; que las mujeres serían expulsadas y dejaría de haber diaconisas, profetisas y mujeres apóstoles; que los grandes sabios hablarían menos de Jesús de Nazaret que del Logos eterno; que sus parábolas serían sustituidas por poderosos discursos metafísicos para que los sencillos, los normales, la gente, no pudieran entender nada...

Menos mal que te habías muerto ya para entonces, menos mal que no llegaste a ver el éxito de la Iglesia, ese éxito que tú deseabas en Cesarea, ese éxito que te costó la mayor bronca de Jesús, comparable a las que echó a los fariseos y a los ricos sin entrañas, cuando Jesús, al oírte hablar de esos éxitos te llamó Satanàs, y te dijo que no pensabas como Dios.

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