Cualquier clase de discurso hoy se me antoja ridículo. Nada se puede decir con propiedad del misterio que estamos celebrando. Hoy mejor que nunca debíamos aplicar el proverbio oriental: "Si tu palabra no es mejor que el silencio, cállate". Solo en clave de silencio seremos capaces de entender algo. Esta noche debemos intentar una meditación sosegada sobre Jesús y sobre lo que su figura supone para todos nosotros. Lo que tienes que descubrir y vivir no puede venir de fuera, tiene que surgir de lo hondo de ti mismo.
El evangelio que acabamos de leer (Lc 2,1-14) nos coloca ante el misterio, pero tendrás que adentrarte tú solito en él. Es muy fácil que se desborden los sentimientos con las estampas navideñas, pero eso no basta para vivir el misterio que celebramos. Es una noche, no para el folclore sino para la meditación. Sin esta contemplación, se quedará en algo vacío sin ningún sentido religioso. El valor de esta fiesta depende de la actitud de cada uno. Nada suplirá el itinerario hacia el centro de mí mismo. Solo allí se desarrolla el misterio de la encarnación. Solo en lo hondo de mi ser descubriré la presencia de Dios. Recordar el nacimiento de Jesús, nos puede ayudar a encontrar a Dios dentro de nosotros y en los demás. Jesús vivió y murió en un lugar y un tiempo determinado. Pero debemos tener mucho cuidado en no creer que estamos celebrando un cumpleaños. Los datos históricos no tienen mayor importancia. Jesús nació, no sabemos dónde, no sabemos cuándo, ni en qué día, ni en qué mes, ni en qué año. ¿No os parece curioso? Pues todo lo que digamos de Jesús, desde el punto de vista histórico, apunta al mismo desconcierto. El encuentro con Jesús que apareció en un momento de la historia, me tiene que llevar al encuentro con Dios que no tiene historia. Dios es siempre el mismo, no puede cambiar ni lo más mínimo. El tiempo no pasa en Él. El espacio no existe para Él. La lectura de los evangelios nos puede ayudar si no caemos en la tentación de quedarnos en la letra. La manera de narrar el misterio es un ejemplo más de lo indecible del acontecimiento. El relato de Lucas que acabamos de leer, o el muy distinto de Mateo, tienen muy poco que ver con el prólogo del evangelio de Juan, aunque los tres nos están hablando de lo mismo. Los sencillos relatos de Mateo y Lucas, apuntan al misterio, si no nos limitamos a verlos como una crónica de sucesos. La elevada cristología metafísica de Juan, nos está diciendo exactamente lo mismo, si sabemos desentrañar los conceptos que utiliza. La encarnación no es un hecho puntual, sino una actitud eterna de Dios que se encarna siempre en todas sus criaturas. Dios no tiene actos. Todo lo que hace, lo es. Si se encarnó, es encarnación, es Emmanuel. Si en Jesús se hizo patente la presencia de Dios, debemos aprovechar esa realidad para buscar en nosotros lo que descubrimos en él. No se trata de recordar y celebrar lo que pasó hace dos mil años en otro ser humano, sino de descubrir que la presencia de Dios, se da en mí en este momento, y debo de descubrir y vivir conscientemente esa presencia. Lo que pasó en Jesús, está pasando ahora mismo en cada uno de nosotros, está pasando en mí. Este es el sentido religioso de la Navidad. Ni María ni José ni nadie de los que estuvieron relacionados con los acontecimientos que estamos celebrando, se pudo enterar de lo que estaba pasando, porque Dios actúa siempre acomodándose a la naturaleza de cada ser. En lo externo no puede acontecer nada que dé cuenta de la realidad trascendente que estaba en juego. Hoy, la mayoría de los cristianos seguimos sin enteramos del verdadero significado de la Navidad, porque nos limitamos a recordar acontecimientos externos y extraordinarios que nunca se dieron. Si yo quiero enterarme tendré que hacer un esfuerzo para superar el ambiente y entrando dentro de mí, tomar conciencia de lo que Dios me ofrece en este instante.
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