Cuando yo era niña merendábamos pan y chocolate que se partía de una tableta, pero ahora las tabletas ya no son eso sino unos chismecillos electrónicos por las que se arrastra el dedo y salen en pantalla cosas muy bonitas.
Durante un tiempo nos creímos que esas tabletas, y otras muchas cosas que al parecer formaban parte del estado de bienestar, iban a estar al alcance de todos. Ahora dicen que no y que más vale que cada cual se lo gestione por su cuenta y se convierta, como aquel personaje de un cuento de O.Henry, en un Comité único de Recursos y Asistencia y que del Estado no espere ni el chocolate. Lo primero que tendremos que hacer es aclararnos más sobre eso deestar-bien, no sea que estemos considerando esenciales cosas que no lo son (y no hablo de la sanidad, la educación y los servicios sociales, que con eso ni una broma). Estamos necesitando volver a los caminos que transitaron otros hombres y mujeres que ya no están entre nosotros pero que nos han dejado en herencia su sabiduría vital. Porque ellos supieron estar bien a pesar de que les tocaron situaciones de evidente mal-estar. Se ve que como estaban en otra cosa, ni se enteraban de lo recortado que tenían el bienestar. ¿Cómo es posible si no que una chica de menos de 30 años escribiera desde un campo de concentración: “Sí, la miseria es grande y aun así me ocurre a menudo por las noches, cuando el día se va apagando dentro de mí, hondamente, camino con ágiles zancadas a lo largo de la alambrada y siento subir de mi corazón una fascinación —no lo puedo evitar, proviene de una fuerza elemental—: esta vida es maravillosa y grande, tenemos que construir un nuevo mundo después de la guerra”? ¿Cómo se explica que aquel obispo calvito, argentino y denunciado como “agitador social”, prefiriera el ir y venir del Evangelio a la gente y de la gente al Evangelio, al bien-estar sagrado que otros encuentran en la mitra y sus fulgores? Por poner un ejemplo, el día de Navidad dejaba un “sustituto” en la catedral y se iba a celebrar a un barrio de chabolas. Lo mataron, claro, tipos así suelen durar poco. ¿Cómo se puede entender que un ex militar, aventurero y golfo, optara después con terca decisión por quedarse a vivir de manera precaria en la Argelia profunda, sin otra compañía que la de la Eucaristía y la amistad que le brindaban sus vecinos tuaregs? Y que cinco días antes de su muerte llamara a esa forma de existencia, tan semejante a la de Jesús, “la entrada en el festín de la vida”? Son nombres de nuestra historia reciente: Etty Hillessum, Mons. Enrique Angelelli, Carlos de Foucauld, y cada uno de ellos nos pone delante otra manera de estar bien más allá del shopping, el zapping o el travelling. Y ahora que esos viejos hábitos de alegre y distraído consumo se alejan de nuestras vidas, los caminos que ellos nos señalan recuperan su atracción:
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