Los profetas eran hombres con una libertad de espíritu excepcional. Esos poetas geniales amaban a Dios y a su pueblo entrañablemente. Implacables con todo cuanto tendía a convertir a Dios en ídolo y al pueblo en esclavo, eran los grandes críticos socio-religiosos de su época. A la injusticia le libraban una lucha sin cuartel, sobre todo cuando se usaban hipócritamente a Dios y a la religión, o a cosas lindas como la unidad y la paz para encubrirla.
Hubo un tiempo en el que a los sacerdotes católicos no se les permitía leer el Antiguo Testamento sin una autorización especial. Según parece, era para proteger su castidad. No obstante, sospecho que no era tanto el erotismo bíblico como la voz de los profetas la que más asustaba, porque esa voz representaba una amenaza directa contra los privilegios de la clase dominante en la que los “príncipes” de la Iglesia ocupaban un lugar eminente. Por la misma razón, creo yo, los dirigentes de la Iglesia se pusieron a interpretar la Biblia en forma abstracta, espiritual o simbólica. De los profetas retuvieron casi nada más que sus luchas contra los ídolos y sus vivencias de carácter místico. Su mensaje de fuego contra las injusticias, lo que constituye tal vez el aporte histórico más monumental a la formación de la conciencia en materia de “justicia social”, quedó prácticamente anegado por preocupaciones de orden supuestamente “más elevado”… Se usó y abusó de la Biblia para legitimar el sistema del que la jerarquía católica era el garante sagrado, en el cual una clase social, estimándose superior o elegida por Dios, se atribuía a sí misma derechos por encima de los demás, convencida de que ése era el “orden” que desde toda la eternidad Dios había establecido para el bien de la humanidad y la paz del mundo. Aunque ese sistema produjera la miseria de muchos, había que aceptarlo y asumirlo como Cristo había aceptado y asumido la cruz. En otras palabras: ¡la injusticia quedaba justificada y la opresión, santificada como camino de salvación! Nada menos. Lo único que podía aportar la fe del cristiano era rezar para poder aguantar y, a ejemplo del cirineo, ayudar a otros más miserables a cargar con la cruz. Pero en una lectura independiente de todo poder, es decir hecha sin prejuicios ni censura, uno descubre que la Biblia tiene páginas fundamentales que denuncian ese sistema como idolatría, es decir como el pecado supremo. Descubre que la Biblia es antes que nada el libro de los pobres que buscan desesperadamente salir de su estado de opresión, y que el Dios único y verdadero es el Dios de ellos y su única esperanza (aunque paradójicamente ese Dios sea a veces rechazado por los mismos pobres)… Todo otro dios es un ídolo, un falso dios. Estar con el Dios vivo es estar del lado de los pobres y con ellos combatir la injusticia, es estar del lado de los oprimidos y caminar hacia la liberación. De lo contrario es estar con los ídolos. Ese fue el mensaje de fuego de los profetas. Por eso, en los años 70, a raíz del Concilio Vaticano II (y no por determinación de Lenin, Mao, Castro o el Che), cuando los católicos de América latina estaban empezando a descubrir el mensaje de los profetas, las dictaduras católicas de la época se asustaron; juzgaron que la Biblia era peligrosa y aún “subversiva” y, en ciertos países, no vacilaron en quemarla. Por motivos parecidos, la misma Curia vaticana no descansó hasta no acabar con aquellos programas que intentaban difundir un mensaje bíblico actualizado y al alcance del pueblo oprimido, que le daba al mensaje de los profetas la importancia que le correspondía. Para el poder, cualquier poder, religioso o ateo, político o económico, los profetas son unos rebeldes contra el orden establecido. De hecho es lo que fueron y, por eso, muchos fueron asesinados. Puesto que Jesús era también un profeta, y ¡qué profeta!, terminó como terminó. Puede ocurrir que el mismo poder no cuestione a los profetas ni a Jesús, pero lo normal es que escuche o predique de su palabra sólo lo que le conviene. Así se cumple la propia palabra de Jesús sobre el tema: ¡Ay de vosotros, maestros de la Ley y fariseos, que sois unos hipócritas! Construís sepulcros para los profetas y adornáis los monumentos de los hombres santos. También decís: "Si nosotros hubiéramos vivido en tiempos de nuestros padres, no habríamos consentido que mataran a los profetas". Así os proclamáis hijos de quienes asesinaron a los profetas. ¡Terminad, pues, de hacer lo que vuestros padres comenzaron! ¡Serpientes, raza de víboras!, ¿cómo lograréis escapar de la condenación del infierno? Desde ahora os voy a enviar profetas, sabios y maestros, pero vosotros los degollaréis y crucificaréis, y a otros los azotaréis en las sinagogas o los perseguiréis de una ciudad a otra. Al final recaerá sobre vosotros toda la sangre inocente que ha sido derramada sobre la tierra, desde la sangre del justo Abel hasta la sangre de Zacarías, hijo de Barraquías, al que matasteis ante el altar, dentro del Templo. (Mateo 23, 29-35) El cristianismo, que era portador de un proyecto de sociedad genuinamente revolucionaria, en muchas partes está abortando, simplemente porque la conciencia cristiana se enredó en miles de cosas “santas” higiénicamente expurgadas de toda influencia de los profetas, privando así a la humanidad de la “sal” que debía darle sabor (Mt 5, 13). Hemos cínicamente reemplazado a los profetas con policías e inquisidores, pensando que era lo mismo. Y por eso, en varios lugares donde los cristianos intentan más o menos felizmente recuperar su vocación de seres libres, cada vez los templos se quedan más vacíos… ¿Exagerado todo eso? Tal vez, pero seamos honestos. ¿Cuántos cristianos saben que la «vida eterna es conocer a Dios y a su enviado Jesucristo»(Juan 17, 3), y que «conocer a Dios es practicar la justicia»? (Jeremías 9,23. 22,16); y que lo único que Dios quiere es «que practiques la justicia, ames con ternura y te portes humildemente» con Él? (Miqueas 6, 8). Probemos con un pequeño test. Preguntaremos a un grupo de cristianos escogidos al azar: «Entre un partido político que le promete a usted llenarle los bolsillos de plata y otro partido que se compromete a establecer un Estado laico y genuinamente democrático con una sociedad más justa, más igualitaria y más verde, al cuál de los dos daría usted su voto?»… No hay que ser muy brujo para adivinar el resultado. Seguro que el partido del dinero cosecharía una victoria aplastante. La derrota del otro partido, más afín a los profetas y a su Dios “subversivo”, sería completa, y no se encontraría mucho obispo, cura, monja o piadoso laico para lamentarlo… Bueno, hace tiempo ya que la lectura de la Biblia no está prohibida y que el mensaje de los profetas se salvó del Índex. Pero ese gran mensaje de justicia tiene que ser redescubierto, revalorizado y difundido a tiempo y contratiempo por todo el orbe. Por lo mismo debe ser enseñado, proclamado, celebrado y cantado sin complejos en todas las iglesias del mundo. No, por cierto, con fanatismo o con la mentalidad de los escribas fundamentalistas y de los fariseos integristas, sino a la manera y con el espíritu de Jesús de Nazaret, el gran profeta de los pobres (Mateo 5, 20). Ese mensaje de vida es todavía lo mejor que la Iglesia puede ofrecer a la sociedad de hoy y de mañana. Y es también el regalo más bello que se puede hacer a sí misma. Todo cristiano debería conocer de memoria algunos de los textos bíblicos más vigorosos sobre la justicia. Tomaría conciencia de que la justicia no es marginal a la fe y que lo llama. Por cierto, a ir un poco más allá de las caridades y los voluntariados parroquiales... La justicia es como el “picante” de la Biblia. Sin ella la Palabra de Dios queda desabrida, el amor se estanca, la misma Iglesia se enmohece y los cristianos se momifican en vida.
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