¡Queridos hermanos y hermanas!
La Providencia nos da esta tarde la alegría de vivir una gran experiencia de gracia y de luz. Con esta vigilia de oración mariana queremos prepararnos a la celebración de mañana, la solemne beatificación del Venerable Siervo de Dios Juan Pablo II. Seis años después de la muerte de este gran Papa sigue siendo muy fuerte en la Iglesia y en el mundo el recuerdo de quien fue durante 27 años Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal. Sentimos por el amado pontífice veneración, afecto, admiración y profunda gratitud. De su vida, aprendemos, en primer lugar, el testimonio de la fe: una fe arraigada y fuerte, libre de miedos y de compromisos, coherente hasta el último aliento, forjada por las pruebas, la fatiga y la enfermedad, cuya benéfica influencia se ha difundido en toda la Iglesia, más aún, en todo el mundo; un testimonio acogido en todos los lugares, en sus viajes apostólicos, por millones de hombres y mujeres de todas las razas y culturas. Vivió para Dios, se entregó por completo a Él para servir a la Iglesia como una ofrenda sacrificial. Solía repetir esta invocación: "Jesús, Pontífice, que te entregaste a Dios como ofrenda y víctima, ten misericordia de nosotros". Era su gran deseo ser cada vez más una sola cosa con Cristo Sacerdote mediante el sacrificio eucarístico, que le daba fuerza y valor para su incansable actividad apostólica. Cristo era el principio, el centro y la cima de cada uno de sus días. Cristo era el sentido y la finalidad de su acción; de Cristo sacaba energías y plenitud de humanidad. Así se explica la necesidad y el deseo que tenía de rezar: todos los días dedicaba largas horas a la oración, y su trabajo estaba imbuido y atravesado por la oración. Gracias a esa fe, vivida hasta lo más profundo de su ser, comprendemos el misterio del sufrimiento, que lo marcó desde joven y lo purificó como el oro se prueba con el fuego (cf. 1 P 1, 7). Todos estábamos admirados por la docilidad de espíritu con que afrontó la peregrinación de la enfermedad, hasta la agonía y la muerte. Testigo de la época trágica de las grandes ideologías, de los regímenes totalitarios y de su ocaso, Juan Pablo II intuyó con antelación el trabajoso pasaje, marcado por tensiones y contradicciones, de la época moderna hacia una nueva fase de la historia, mostrando una atención constante para que su protagonista fuese la persona humana. Del hombre fue defensor firme y creíble ante los Estados e Instituciones internacionales que lo respetaban y le rendían homenaje reconociéndolo como mensajero de justicia y paz. Con la mirada fija en Cristo, Redentor del hombre, ha creído en el hombre y le ha mostrado apertura, confianza, cercanía. Ha amado al hombre y le ha impulsado a desarrollar dentro de sí el potencial de la fe para vivir como una persona libre y cooperar en la realización de una humanidad más justa y solidaria, como operador de paz y constructor de esperanza. Convencido de que sólo la experiencia espiritual puede colmar al hombre, decía: "el destino de cada hombre y de los pueblos están ligados a Cristo, único liberador y salvador". En su primera encíclica escribió: "El hombre no puede vivir sin amor... Su vida está privada de sentido si no se le revela el amor... Cristo Redentor... revela plenamente el hombre al mismo hombre...". Y la palabra vibrante con la que comenzó su pontificado: "¡No tengáis miedo! ¡Abrid de par en par las puertas a Cristo! ... Cristo conoce lo que hay dentro del hombre. ¡Sólo El lo conoce!" demuestra que para él el amor de Dios es inseparable del amor por el hombre y por su salvación. En su extraordinario impulso de amor por la humanidad, ha amado, con un amor tierno, a todos los "heridos por la vida" - como llamaba a los pobres, enfermos, los sin nombre, los excluidos a priori-, pero con un amor muy singular ha amado a la gente joven. Las convocaciones de las Jornadas Mundiales de la Juventud tenían como fin que los jóvenes fueran protagonistas de su futuro, convirtiéndose en constructores de la historia. Los jóvenes -decía-, son la riqueza de la Iglesia y de la sociedad. Y les invitaba a prepararse para las grandes decisiones, a mirar hacia adelante con confianza, confiando en las propias capacidades y siguiendo a Cristo y el Evangelio. Queridos hermanos y hermanas, todos conocemos la singular devoción de Juan Pablo II a la Virgen. El lema del escudo de su pontificado, Totus tuus, resume su vida totalmente orientada a Cristo por medio de María: "ad Iesum de Mariam". Como el discípulo Juan, el "discípulo amado", bajo la cruz, a la hora de la muerte del Redentor, acogió a María en su casa (Jn 19: 26-27), Juan Pablo II quiso a María místicamente siempre a su lado, haciéndola partícipe de su vida y de su ministerio y se sintió acogido y amado por Ella. El recuerdo del amado Pontífice, profeta de esperanza, no debe significar para nosotros un regreso al pasado, sino que aprovechando su patrimonio humano y espiritual, sea un impulso para mirar hacia adelante. Resuenan en nuestro corazón esta noche las palabras que escribió en su Carta apostólica "Novo millennio ineunte", al final del Gran Jubileo del Año 2000: "¡Caminemos con esperanza! Un nuevo milenio se abre ante la Iglesia como un océano inmenso en el cual hay que aventurarse, contando con la ayuda de Cristo. El Hijo de Dios, ... realiza también hoy su obra. Hemos de aguzar la vista para verla y, sobre todo, tener un gran corazón para convertirnos nosotros mismos en sus instrumentos". La Virgen María, Madre de la Iglesia, que ahora invocamos con la oración del Rosario, que tanto le gustaba a Juan Pablo II, nos ayude a ser en todas las circunstancias, testigos de Cristo y anunciadores del amor de Dios en el mundo. Amén.
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