Para la primera comunidad cristiana, Jesús es el “esposo” del pueblo; Juan es sólo “el amigo del esposo”, quien le prepara el camino, el precursor… Con estas imágenes trataron de zanjar la polémica que mantenían con los seguidores del Bautista, en torno a la preeminencia de uno de los maestros sobre el otro.
Es cierto –anota Marcos- que Jesús fue bautizado por Juan, lo cual significaría un reconocimiento implícito de la autoridad de este último. Pero, a diferencia de él, es realmente el maestro de Nazaret quien bautiza, no con agua, como Juan, sino con Espíritu Santo. “Bautizar con Espíritu Santo” significa comunicar la misma vida divina, “hacer nacer” de Dios. Sabemos que el bautismo con agua –presente, de un modo u otro, en distintas religiones- constituía un rito simbólico de muerte/renacimiento: la persona introducida en el agua era “sepultada” para salir limpia y renovada. El bautismo era, por tanto, la imagen de una “vida nueva”. Sin embargo, con Jesús –subraya el evangelista- ocurre algo diferente. No se trata ya un rito, sino de una realidad: la misma vida de Dios en nosotros. Es comprensible que Marcos lo exprese en las categorías más comunes de su época, propias de una conciencia mítica. Según esa forma de ver las cosas, Jesús nos comunicaría algo que previamente no teníamos…, y que sólo tendrían quienes creyeran en él. Esta forma de hablar nos resulta familiar, porque las personas religiosas hemos crecido con ella. Era la manera habitual de expresarse tanto la teología como el catecismo. Sin embargo, a poco que se amplía la conciencia, nos percatamos de algunas disonancias: ¿cómo puede ser que “antes” no tuviéramos ya la Vida divina?; ¿cómo puede ser que quienes no crean en Jesús o no le conozcan carezcan de ella?... Desde una perspectiva transpersonal y no-dual, logramos salir de los vericuetos de la mente y de los pseudo-problemas en los que se encierra. Nos damos cuenta de que aquélla era sólo una “forma de expresión” –característica del modelo mental en una etapa mítica-, que hoy podemos “traducir” de un modo que parece más adecuado. Una vez más, la clave se halla en la no-dualidad. Si no hay nada separado de nada, no hay tampoco nada “separado” de la Vida divina. Es esa Vida la que palpita y fluye en todo lo real, la que nos constituye en el núcleo de lo que somos. Por eso, podemos decir con verdad que todos los seres estamos ya “bautizados con Espíritu Santo”; ¿cómo podríamos no estarlo?, ¿cómo podríamos vivir en ausencia de la Vida?, ¿cómo estaríamos vivos si nos halláramos desconectados de la Fuente de la Vida?... A partir de su primera creencia que le lleva a considerarse un “individuo separado”, el yo llega a pensarse capaz de vivir “separado” también de Dios. Sin embargo, eso es sólo una trampa mental. Nada puede ser ni estar “fuera” de Dios, si “Dios” es la Fuente de lo que es, lo que hace que todo sea, el “corazón” de toda realidad. Sea lo que sea lo que estamos viendo, es a Dios a quien vemos…, aunque nuestro “despiste” o nuestros prejuicios mentales nos impidan percibirlo. “Bautizados con Espíritu Santo” significa incluso todavía más. No se trata sólo de que hemos “recibido” la Vida divina, sino que somos esa misma Vida, expresándose en una forma particular. Porque hay –y somos- formas diferentes; pero todas ellas son expresión de la única Vida y del mismo Ser. Esto se ha expresado en las religiones con una imagen entrañable: la de “hijos de Dios”. Y el mismo relato de Marcos la recoge en el momento del bautismo de Jesús: “Tú eres mi hijo amado”. Somos hijos porque estamos naciendo permanentemente de la Fuente de la Vida, que es nuestra misma vida. Somos seres creados, habitados, sostenidos, amados por el Fondo originante y amoroso de todo lo que es, al que las religiones han llamado “Dios”. La palabra que Jesús escucha lo define: antes que nada –como insistirán todos los evangelios, particularmente el de Juan-, Jesús es el hijo amado. Pero esa palabra es dirigida también a cada uno y cada una de nosotros: en realidad, somos más “Jesús” de lo que hubiéramos podido pensar. Calmada la mente, en la quietud de nuestra identidad más profunda, se nos hace patente la no-distancia con él. Y todavía esa expresión se queda muy corta: estamos compartiendo la misma Vida de la que él fue tan consciente. ¿Nos bautiza Jesús con Espíritu Santo, es decir, nos comunica la Vida divina?... En realidad, como decía más arriba, eso son únicamente formas de expresarlo. Porque, ¿cómo podría comunicarnos lo que ya somos y siempre hemos sido? Habría que decir mejor: nos lo hace descubrir. Lo que vemos en él, se da en realidad en todos nosotros. La única diferencia es que él lo vio y nosotros no. Los cristianos lo reconocemos como el “espejo” luminoso en el que podemos verreflejado lo que somos todos. En este contexto, en el que reconocemos y celebramos la Vida que somos, quiero dejaros el regalo de la “traducción” del Salmo 100, que me hizo llegar Roberto, un religioso marista. SALMO 100 Que la Tierra entera aclame esta Simplicidad Total en la que todo descansa; soltemos todo miedo y asidero para entrar en ella con profunda alegría; respiremos serenos en esta Bendita Intemperie que excede la imaginación más audaz. Sepan todos que este Vacío Infinito es como una sonrisa colmada; que de este Fondo sin Fondo nacen todas las cosas y siempre regresan a él; que la nueva civilización se basa en esta ausencia de base llamada Libertad, donde hacemos la experiencia de que todos somos Uno. Entremos en el templo de la Confianza Desbordante donde ya no necesitamos hacer pie; en el atrio que carece de confines y no está en ningún lugar; sin poder tan siquiera dar gracias porque en el santuario sin objetos ni paredes descansamos con las manos abiertas y vacías. Esta expropiación del ego es buena y nos arropa con su suave desnudez; deja la mente boquiabierta en manantial de aguas suspendidas donde fluyen, sin que sepamos cómo, la compasión y la sabiduría en plenitud y por todas las edades.
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