Una persona detallista es muy codiciada, y suele llevarse a la gente de calle. Porque es la que se fija particularmente en lo que al otro le gusta o inquieta; la que no se conforma con ser correcta y educada sino que desciende a hacer un bien concreto, palpable, que aparentemente no es importante, pero que marca una diferencia cualitativa en el trato; y la que se detiene en lo que a la otra persona le hace sentirse especialmente cómoda y tranquila. Es aquella que coloca una manta sobre los brazos del sillón antes de que la pida quien se sienta a descansar cuando hace frío; o la que le trae un vaso de agua fresca adelantándose a su sed. La que adivina el cansancio que el otro prefiere ocultar; la que respeta los silencios porque entiende que hay cosas de las que no se puede hablar. La que se queda con los gustos de cada uno para atenderlos; la que sabe seguir el ritmo de los demás por respeto, y que escucha sus sueños para cumplirlos. En definitiva, la que se sale de lo predecible y esperable; que se “adelanta” y regala su cuidado; la que transmite que cada persona es importante y merece su atención.
Increíble que haya personas así. Increíble que nuestro Dios responda a este perfil. Jesús, en este texto del evangelista Mateo, nos asegura que “hasta los cabellos de la cabeza tenéis contados”. Difícil decir tanto en tan pocas palabras. Nos transmite con ello no solo que el Señor nos mira, sino hasta qué punto está pendiente de nosotros. Que no se le escapa ni el más mínimo detalle. Y por eso, no podemos dudar de que, si hasta lo pequeño le importa, ¿cómo no va a estar con nosotros en los momentos más duros cuando la vida se tambalea? La existencia de Jesús está llena de detalles hacia la humanidad. Toda persona que se encontraba con Él recibía una palabra que parecía dicha expresamente para ella, o un gesto con el que curaba aquel rincón del alma más escondido y dañado. Ofreció agua viva a la samaritana para calmar su sed; la liberación a través del perdón a la pecadora que lloraba arrodillada a sus pies; el piropo improvisado a Natanael dejándole en buen lugar ante los ojos de sus compañeros (¡qué ilusión le debió de hacer!); palabras de aliento a los pobres, los que lloran, los perseguidos por la justicia, los honestos… diciéndoles que el Padre está de su parte. A cada uno según su necesidad (un estilo que marcó la pauta de las primeras comunidades, Hch 4,34-35). Esta atención al detalle de Dios que Jesucristo nos recuerda, es el mejor aval para desterrar el miedo y entregarnos sin fisuras a la causa del Reino con infinita alegría, sabiendo que nada de nosotros se pierde a los ojos del Señor. Porque cuando el mundo solo se detiene en la apariencia, Él repara en el espíritu –ese que no se ve a la primera, pero que existe y da otro contenido a lo que se muestra–, que alienta nuestras decisiones. Por eso Jesús insiste: “no tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma”. Él conoce y ama cada resquicio de esa alma, la nuestra, con sus movimientos y emociones, por escondidos que estén e insignificantes que sean, y ese amor escondido que nadie más que Él conoce, lo tiene en cuenta, lo quiere, y siempre lo salva.
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