"Hoy, nuevamente, urge una reforma radical de la Iglesia"
Igualmente, si Dios es todopoderoso, la Iglesia, como celosa custodia de lo divino, debe ser poderosa como el mismo Dios. Esta pretensión humana la ha llevado a recorrer los caminos más sombríos de la historia Deificación es una palabra de origen latino (deificatio - onis), que expresa el conjunto de acciones que inducen a hacer divino aquello que no lo es. En consecuencia, la deificación es objetivamente una herejía, porque atribuye a la naturaleza humana lo que es propio de Dios. En el mundo de las herejías, están las que son abiertamente declaradas y combatidas, así como aquellas que no llegan a expresarse ni en la palabra ni en el pensamiento explícito y consciente, sino que están ahí, escondidas y agazapadas, en el plano de la comprensión vital, arraigándose en la creencia popular. Éstas son las que Karl Rahner denominó como cripto-herejías. Entre ellas incluyó a la papolatría, para expresar esa divinización de la que ha sido objeto el papado; una idolatría ancestral que, en parte, ha sido derribada en años recientes, gracias al testimonio de humildad del papa Francisco. Las cripto-herejías, a diferencia de aquellas abiertas y declaradas, han logrado cruzar el umbral de la razón, instalándose en una feligresía clericalizada, desprovista de autonomía y de formación. En su génesis, hay una lógica deductiva que extrapola aquello que es propio de la naturaleza divina, para endosarlo a ciertas realidades terrenales, particularmente a lo eclesial. Estas desviaciones han experimentado una progresiva asimilación cultural en el devenir histórico, posicionándose en el inconciente colectivo, donde quedan blindadas frente a la corrosión natural que impone la evolución del pensamiento crítico. Sin contrapeso teológico, han sido fundamentales para sostener el andamiaje de la cristiandad, consolidando el poder religioso institucional. De ahí que no sean desmentidas ni corregidas. Una de las frases más utilizada es referida a la santa Iglesia. Es una verdadera jaculatoria que invade todo el quehacer eclesial, desde El Credo hasta la liturgia, pasando por la pastoral. En rigor, se trata de un abuso lingüístico que el Catecismo ha querido precisar, reconociendo que la santidad le viene no por sus méritos, sino por ese vínculo esponsal con su fundador, Jesucristo. Sin embargo, omite que Jesús no fundó una estructura institucional, sino que puso a Pedro a la cabeza de la ecclesía, que es la asamblea que congrega a sus seguidores. En la práctica, la realidad ha terminado derribando cualquier intento de sacralización de una institución que lleva la impronta de la virtud y de la debilidad humana y, que en su mejor expresión, está llamada a ser anticipo del Reino, en cuanto testimonie las virtudes de la vida cristiana. Así también, si el Hijo de Dios es la Verdad, entonces la Iglesia se atribuye esa obligación de establecer la verdad en el mundo. Nada más pretencioso que aquello, en cuanto la verdad es una búsqueda inacabada de la condición humana, donde las ciencias y las más variadas disciplinas, que actúan en el campo del saber, aspiran a perfeccionar la comprensión de esa realidad donde la verdad aparece como oculta, incluso bajo la forma de misterio. Esa vanidosa pretensión de ser portadora de la verdad, ha convertido a la Iglesia en una suerte de ghetto espiritual, porque, abandonando el carisma de la inclusión, se ha vuelto rigurosamente excluyente; condición que le ha impedido alcanzar la plenitud de su misión apostólica. También, si Dios es justo, entonces la Iglesia se arroga la condición justiciera de la conducta humana. Es en este campo donde la Iglesia ha desviado su misión esencial de evangelizar, estrellándose frontalmente con la cultura. Ello, porque persiste en su afán de subordinar la Ley civil al mandato divino, en materia de convivencia social. Prueba de ello es que, en el mundo occidental, la Iglesia no se ha resignado a asumir la independencia que el Estado supone de lo religioso. Esto es notorio en la era de la post-cristiandad, donde la tarea evangelizadora ya no se sostiene desde la comodidad que le garantizaba la acción coercitiva del miedo a la Ley. Ese afán eclesial de normar la conducta humana, desde la Ley civil, ha sido una poderosa causa de la desconfianza que la Iglesia despierta en el amplio espectro de la sociedad occidental. Siguiendo la lógica tomista, si Dios es inmutable, entonces se deduce que la Iglesia también debe serlo. De ahí ese miedo intrínseco al cambio que compromete a todo lo eclesial. Así, nada es tan amenazante en la Iglesia como el cambio, terreno donde ésta despliega toda su energía vital para resistir cualquier intento de evolución y transformación. Prueba de ello, es que uno de los momentos de mayor esplendor eclesial, por su apertura a los signos de los tiempos, fuera ese aggiornamento que significó el Concilio Vaticano II, proceso que luego de una breve primavera entró en un severo invierno eclesial, involucionando todo signo de apertura y de inculturación. Igualmente, si Dios es todopoderoso, la Iglesia, como celosa custodia de lo divino, debe ser poderosa como el mismo Dios. Esta pretensión humana la ha llevado a recorrer los caminos más sombríos de la historia. Así, se institucionalizó el fundamento de la cristiandad, en cuyo acontecer se fue concibiendo a la Iglesia como el poder de Dios presente en el mundo. Tras esa viciada concepción, la Iglesia llegó a autocomprenderse como una societas perfecta, que desde el papa hasta el último laico pecador, estableció toda una estructura jerárquica y de santidad que perdura en el inconciente colectivo de muchos creyentes. Lamentablemente, esta concepción expuso a la Iglesia al juicio de la responsabilidad histórica de muchas aberraciones. En la raíz de cada una de estas desviaciones hay el atisbo positivo de la perfección cristiana, sin embargo, los hechos demuestran que también está presente ese afán de sustentar la supremacía de la Iglesia como institución humana. Y curiosamente, así como la institución se arroga ciertas virtudes divinas que garantizan superioridad, aquellas otras virtudes divinas que expresan la kénosis del Hijo de Dios, como la misericordia, la ternura y el servicio, entre otras, no forman parte de ese abanico de virtudes eclesiales que debiera testimoniar la Iglesia de cara a la sociedad. En resumen, en este largo proceso de deificación, la Iglesia asimiló aquellas virtudes que resaltan la grandeza innegable de Dios, pero no asimiló aquellas virtudes divinasque precisamente expresan la dimensión del amor divino y el abajamiento de Dios. Cuando han transcurrido 500 años de la Reforma, es posible identificar a este proceso de deificación de la Iglesia como la principal causa de la severa crisis que experimenta la institución eclesial en la era de la post cristiandad. Porque, una Iglesia que se arroga el mérito de la santidad, de la verdad, de la justicia, de la inmutabilidad y del poder, se hace acreedora de una justificada desconfianza social. En cambio, una Iglesia servidora y misericordiosa se convierte en signo anticipado de ese Reino que predica, haciéndose respetable, creíble y querida. No pocos cristianos son testigos de esta última dimensión eclesial que pone en evidencia lo más genuino del Evangelio. Hoy, nuevamente urge una reforma radical de la Iglesia, pero no una reforma de las estructuras, que apuntan a cambios cosméticos y a fortalecer el andamiaje de poder; la gran reforma que la Iglesia necesita debe remover esas cripto-herejías que anclan a toda la institucionalidad a un pasado oscuro y sombrío, que lejos de ser reconocida como prójimo por los hijos e hijas de Dios, expresa una idea distorsionada de la dimensión más cercana de las virtudes sociales de Dios.
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Del capítulo 16 hemos pasado al 18. Mt comienza una serie de discursos sobre la comunidad. Es la primera vez que se emplea el término “hermano” para designar a los miembros de la comunidad. Hay que notar que este texto está a continuación de la parábola de la oveja perdida, que termina con la frase: “Así vuestro Padre no quiere que se pierda ni uno de estos pequeños”. El tema de hoy no es el perdón. Los textos lo dan por supuesto y van mucho más allá al tratar de ganar al hermano que ha fallado.
Lo que nos relata el evangelio de hoy es seguramente reflejo de una costumbre de la comunidad de Mt. Se trata de prácticas que ya se llevaban a cabo en la sinagoga. En este evangelio es muy relevante la preocupación por la vida interna de la comunidad (Iglesia). El evangelio nos advierte que no se parte de una comunidad de perfectos, sino de una comunidad de hermanos, que reconocen sus limitaciones y necesitan el apoyo de los demás para superar sus fallos. Los conflictos pueden surgir en cualquier momento, pero lo importante es estar preparados para superarlos. En la primera frase tenemos un problema en el mismo texto, porque han llegado a nosotros distintas versiones: ‘si tu hermano peca’, ‘si tu hermano peca contra ti’, ‘si tu hermano te ofende’. Lo que está claro es que ninguna de estas versiones se puede remontar a Jesús. Los evangelios ponen en boca de Jesús lo que era práctica de la comunidad para darle valor definitivo. Al pecar contra ti, debía corresponder el perdón. El próximo domingo, Jesús dirá a Pedro que tiene que perdonar ‘setenta veces siete’. “Si tu hermano peca”, no debemos entenderlo con el concepto que tenemos hoy de pecado, sencillamente porque no existía. La práctica penitencial de los primeros siglos se fue desarrollando en torno a los pecados contra la comunidad. No se tenía en cuenta, ni se juzgaba la actitud personal con relación a Dios, sino el daño que se hacía a la comunidad. La respuesta de la comunidad no juzgaría la situación personal del que ha fallado, sino su relación con la comunidad, que tiene que velar por el bien de todos sus miembros. “Atar y desatar”. Es una imagen del AT muy utilizada ya por los rabinos de la época; aquí se refiere a la capacidad de aceptar a uno en la comunidad o de excluirlo de ella. Así lo entendieron también las primeras comunidades, cuyos miembros eran todos judíos. El concepto de pecado, como ofensa a Dios que necesita también el perdón de Dios, tal como lo entendemos hoy, no fue objeto de reflexión en la primera comunidad. No se trata de un poder conferido por Dios para perdonar las ofensas contra Él. “Todo lo que atéis en la tierra...” Hace dos domingos, el mismo Mt decía exactamente lo mismo, referido a Pedro. ¿Cuál de los dos textos estará en la verdad? Solo hay una solución: Pedro actúa como cabeza de la comunidad. En el evangelio de Mt no se encuentra un sólo dato que haga pensar en una autoridad que toma decisiones. Teniendo en cuenta el contexto, podemos concluir, que son las personas individuales las que tienen que acatar el parecer de la comunidad y no al revés, como se nos quiere hacer ver. “Donde dos estén reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”. Dios está identificado con cada una de sus criaturas, pero solo se manifiesta (está en medio) cuando hay por lo menos dos (comunidad). La relación de amor es el único marco idóneo para que Dios se haga patente. Hoy sabemos que también las relaciones con los animales e incluso con la naturaleza tienen que ser verdaderamente humanas. Se trata de estar identificados con la actitud de Jesús, es decir, buscando únicamente el bien del hombre, de todos los seres humanos, también de los que no pertenecen al grupo. Es imposible cumplir hoy ese encargo de la corrección fraterna porque está pensado para una comunidad, donde se han desarrollado lazos de fraternidad y todos se conocen y se preocupan los unos de los otros. Lo que hoy falta es precisamente esa comunidad. No obstante, lo importante no es la norma concreta, que responde a una práctica de la comunidad de Mt, sino el espíritu que la ha inspirado y debe inspirarnos a nosotros la manera de superar los enfrentamientos a la hora de hacer comunidad. La comunidad es la última instancia de nuestras relaciones con Dios y con los demás. Insiste en que hay que agotar todos los cauces para hacer salir al otro de su error, pero una vez agotados todos los cauces, la solución no es la eliminación del otro, sino la de apartarlo, con el fin de que no siga haciendo daño a la comunidad. La solución final manifiesta la incapacidad de la comunidad para convencer al otro de su error. Si la comunidad tiene que apartarlo es que no tiene capacidad de integrarlo. El sentido de la comunidad es la ayuda mutua en la consecución de la plenitud del hombre. La Iglesia debe ser sacramento (signo) de salvación para todos. Hoy día no tenemos conciencia de esa responsabilidad. Pasamos olímpicamente de los demás. Seguimos enfrascados en nuestro egoísmo incluso dentro del ámbito de lo religioso. El fallo más letal de nuestro tiempo es la indiferencia. Martín Descalzo la llamó “la perfección del egoísmo”. Otra definición que me ha gustado es esta: “es un homicidio virtual”. Seguramente es hoy el pecado más extendido en nuestras comunidades. Cualquier persona que vaya, sin saberlo, por un camino equivocado, agradecería que alguien le indicara su error y le mostrara el verdadero camino. Si una persona que camina por la carretera hacia Andalucía, te dice que se dirige a Santander, le harías ver que está equivocado. Si al hacer hoy la corrección fraterna, damos por supuesto que el otro tiene mala voluntad, (concepto moderno de pecado) será imposible que te acepte la rectificación. Desde esa perspectiva estás dando por supuesto que tú eres bueno y el otro malo. La corrección fraterna no es tarea fácil, porque el ser humano tiende a manifestar su superioridad. En este caso puede suceder por partida doble. El que corrige puede humillar al corregido queriendo hacer ver su superioridad moral. Aquí tenemos que recordar las palabras de Jesús: ¿Cómo pretendes sacar la mota del ojo del tu hermano, teniendo una viga en el tuyo? El corregido puede rechazar la corrección por falta de humildad. Por ambas partes se necesita un grado de madurez humana no fácil de alcanzar. Partiendo de que todo pecado es un error, lo que falla en realidad es la capacidad de los cristianos para convencer al otro de su equivocación, y que siguiendo por ese camino se está apartando de la meta que él mismo pretende conseguir. Una buena corrección tiene que dejar claro que buscamos el bien del corregido. No solo se aleja él de la plenitud humana, sino que impide o dificulta a los demás caminar hacia esa meta. Apartado de los demás, ningún hombre conseguiría el más mínimo grado de humanidad. Meditación La máxima manifestación de desamor es la indiferencia. Camuflarla, bajo el manto de respeto o tolerancia, es cobardía. Si no me comprometo con el bien espiritual del otro, es que su presente y su futuro me importan un comino. Debo ir al encuentro del otro para ayudarle a ser él mismo, sin juzgarle, sin tener en cuenta su bondad o maldad. Si no busco sinceramente el bien del hermano. La formación de los discípulos
A partir del primer anuncio de la pasión-resurrección y de la confesión de Pedro, Jesús se centra en la formación de sus discípulos. No sólo mediante un discurso, como en el c.18, sino a través de las diversos acontecimientos que se van presentando. Los temas podemos agruparlos en tres apartados: 1. Los peligros del discípulo: * ambición (18,1-5) * escándalo (18,6-9) * despreocupación por los pequeños (18,10-14) 2. Las obligaciones del discípulo: * corrección fraterna (18,15-20) * perdón (18,21-35) 3. El desconcierto del discípulo: * ante el matrimonio (19,3-12) * ante los niños (19,13-15) * ante la riqueza (19,16-29) * ante la recompensa (19,30-20,16) De estos temas, la liturgia dominical ha seleccionado el 2º, corrección fraterna y perdón, que leeremos en los dos próximos domingos (23 y 24 del Tiempo Ordinario) y el último punto del 3º, desconcierto ante la recompensa (domingo 25). La corrección fraterna Como punto de partida es muy válida la primera lectura, tomada del profeta Ezequiel. Cuando alguien se porta de forma indebida, lo normal es criticarlo, procurando que la persona no se entere de nuestra crítica. Sin embargo, Dios advierte al profeta que no puede cometer ese error. Su misión no es criticar por la espalda, sino dirigirse al malvado y animarlo a cambiar de conducta. En la misma línea debemos entender el evangelio de hoy, que se dirige a los apóstoles y a los responsables posteriores de las comunidades. No pueden permanecer indiferentes, deben procurar el cambio de la persona. Pero es posible que ésta se muestre reacia y no acepte la corrección. Por eso se sugieren cuatro pasos: 1) tratar el tema entre los dos; 2) si no se atiene a razones, se llama a otro o a otros testigos; 3) si sigue sin hacer caso, se acude a toda la comunidad; 4) si ni siquiera entonces se atiene a razones, hay que considerarlo «como un gentil o un publicano». Esta práctica recuerda en parte la costumbre de la comunidad de Qumrán. La Regla de la Congregación, sin expresarse de forma tan sistemática como Mateo, da por supuestos cuatro pasos: 1) corrección fraterna; 2) invocación de dos testigos; 3) recurso a «los grandes», los miembros más antiguos e importantes; 4) finalmente, si la persona no quiere corregirse, se le excluye de la comunidad. La novedad del evangelio radica en que no se acude en tercera instancia a los «grandes», sino a toda la comunidad, subrayando el carácter democrático de la vivencia cristiana. Hay otra diferencia notable entre Qumrán y Jesús: en Qumrán se estipulan una serie de sanciones cuando se ofende a alguno, cosa que falta en el Nuevo Testamento. Copio algunas de ellas en el Apéndice. Hay un punto de difícil interpretación: ¿qué significa la frase final, «considéralo como un gentil o un publicano»? Generalmente la interpretamos como un rechazo total de esa persona. Pero no es tan claro, si tenemos en cuenta que Jesús era el «amigo de publicanos» y que siempre mostró una actitud positiva ante los paganos. Por consiguiente, quizá la última frase debamos entenderla en sentido positivo: incluso cuando parece que esa persona es insalvable, sigue considerándola como alguien que en algún momento puede aceptar a Jesús y volver a él. Esta debe ser la actitud personal («considéralo»), aunque la comunidad haya debido tomar una actitud disciplinaria más dura. ¿Qué valor tiene la decisión tomada en estos casos? Un valor absoluto. Por eso, se añaden unas palabras muy parecidas a las dichas a Pedro poco antes, pero dirigidas ahora a todos los discípulos y a toda la comunidad: «Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo.» La decisión adoptada por ellos será refrendada por Dios en el cielo. Relacionado con este tema están las frases finales. Generalmente se los aplica a la oración y a la presencia de Cristo en general. Pero, dado lo anterior y lo que sigue, parece importante relacionar esta oración y esta presencia de Cristo con los temas de la corrección y del perdón. El conjunto podríamos explicarlo del modo siguiente. La corrección fraterna y la decisión comunitaria sobre un individuo son algo muy delicado. Hace falta luz, hallar las palabras adecuadas, el momento justo, paciencia. Todo esto es imposible sin oración. Jesús da por supuesto -quizá supone mucho- que esta oración va a darse. Y anima a los discípulos asegurándoles la ayuda del Padre, ya que El estará presente. Esta interpretación no excluye la otra, más amplia, de la oración y la presencia de Cristo en general. Lo importante es no olvidar la oración y la presencia de Jesús en el difícil momento de la reconciliación. Apéndice: la práctica de la comunidad de Qumrán Nota: En el siglo II a.C., un grupo de judíos, descontentos del comportamiento del clero y de las autoridades de Jerusalén, se retiró al desierto de Judá y fundó junto al Mar Muerto una comunidad. Se ha discutido mucho sobre su influjo en Juan Bautista, en Jesús y en los primeros cristianos. El interesado puede leer J. L. Sicre, El cuadrante. Vol. II: La apuesta, cap. 15. Los cuatro pasos en la Regla de la congregación 1) «Que se corrijan uno a otro con verdad, con tranquilidad y con amor lleno de buena voluntad y benevolencia para cada uno» (V, 23-24). 2 y 3) «Igualmente, que nadie acuse a otro en presencia de los "grandes" sin haberle avisado antes delante de dos testigos» (VI, 1). 4) «El que calumnia a los "grandes", que sea despedido y no vuelva más. Igualmente, que sea despedido y no vuelva nunca el que murmura contra la autoridad de la asamblea (...) Todo el que después de haber permanecido diez años en el consejo de la comunidad se vuelva atrás, traicionando a la comunidad... que no vuelva al consejo de la comunidad. Los miembros de la comunidad que estén en contacto con él en materia de purificación y de bienes sin haber informado de esto a la comunidad serán tratados de igual manera. No se deje de expulsarlos» (VII,16-25). Algunos castigos «Si alguien habla a su prójimo con arrogancia o se dirige a él groseramente, hiriendo la dignidad del hermano, o se opone a las órdenes dadas por un colega superior a él, será castigado durante un año...» «Si alguno habló con cólera a uno de los sacerdotes inscritos en el libro, que sea castigado durante un año. Durante ese tiempo no participará del baño de purificación con el resto de los grandes.» «El que calumnia injustamente a su prójimo, que sea castigado durante un año y apartado de la comunidad.» «Si únicamente hablo de su prójimo con amargura o lo engañó conscientemente, su castigo durará seis meses. «El que se despereza, cabecea o duerme en la reunión de los "grandes" será castigado treinta días». Se desplomó el Templo y apareció el Santo Grial. Sabíamos que estaba allí, pero no nos atrevíamos a tirar ni un solo altar para buscarlo. Esta es la impresión que tengo a medida que voy buscando la espiritualidad, el fondo común de todas las religiones y sabidurías.
El Santo Grial es la experiencia del amor; del amor-compasión, del amor-donación gratuita. Todos lo hemos experimentado, no en plenitud pero sí en alguna medida; sin embargo pocos llegan a reconocerlo como la esencia de toda espiritualidad, como el punto de encuentro con Dios. Junto con Pedro puedo decir “Realmente, voy comprendiendo que Dios no discrimina a nadie, sino que acepta al que lo respeta y obra rectamente, sea de la nación que sea (Hechos 10,34-5)”. Ibn Arabí declaraba “profeso la religión del amor y voy adondequiera que vaya su cabalgadura, pues el Amor es mi credo y mi fe”. Rumî sabía que “El hombre de Dios está más allá de toda religión”. El autor de la primera carta de Juan había comprendido que “el que no ama no tiene idea de Dios, porque Dios es amor” (1Jn 4,8). Al final de su vida el apóstol Juan no se cansaba de repetir “amaos unos a otros”, aunque sus discípulos parecían cansados de oírle decir lo mismo. San Juan de la cruz decía que al final de nuestra vida “nos examinarán sobre el amor”. Las religiones son válidas en la medida en que transmiten una espiritualidad, en la medida en que transmiten el amor-gratuito; pero son obstáculos en la medida en que excluyen “al otro” de ese amor, o en la medida en que contaminan la libre adhesión con el miedo. Jesús rechazó muchas tradiciones de su religión, pero rescató su espiritualidad y enseñó a sus discípulos a amar a Dios como Padre y al prójimo como hermanos; acogió entrañablemente a todos los que acudieron a él sin preguntarles por sus creencias religiosas, y ponderó la actitud de algunos por encima de la fe de su propio pueblo. Los colores y los sonidos son medios que transmiten la experiencia de la belleza; no son la belleza, pero con ellos expresamos la belleza. También las religiones son el dedo que apunta a la luna, son medios para descubrir el amor, son andamiaje para construirlo, y prótesis para reforzarlo. No le quitemos sus gafas a quienes las necesitan para reconocer al prójimo, pero no se las exijamos a los que no las necesitan, o a los que incluso les estorban. La viuda que entregaba al fastuoso Templo lo que ella necesitaba para comer estaba engañada; creía en el Templo que Jesús rechazó junto con sus impuestos (Mc 11,11-15; Mt 17,24-27), pero él la alabó porque había descubierto el Grial. Aquella viuda no encontró a Dios en el Templo sino en la generosidad de su amor. Se puede estar equivocado en las costumbres y en las explicaciones -religiosas o no-, pero haber acertado en el amor verdadero. Por el contrario en la vida hemos conocido teólogos, filósofos, o científicos, con poca experiencia del amor-compasión, y a gente pobre e ignorante abierta a las necesidades de los demás. Ayer oí a una madre de trece hijos que decía: simplemente con quererse, todo está arreglado. Esto no es una invención nueva, Jesús sabía que Dios se oculta a los sabios y poderosos y se revela a los humildes (Mt 11,25). Hoy diríamos que Dios se manifiesta a todos, pero solamente lo encuentran -lo desvelan- los que experimentan el amor-gratuidad (y en la medida en que lo experimentan). El que ama al prójimo, ama a Dios -”conmigo lo hicisteis” (Mt 25,40)- y pertenece al Reino de Dios, aunque no pertenezca a la Iglesia ni a ninguna religión. La liturgia ha consagrado un expresivo himno gregoriano: Ubi caritas et amor Deus ibi est Donde hay amor verdadero, allí está Dios (Algunas anotaciones con ocasión de los atentados yihadistas en Cataluña y su vinculación religiosa)
Actualmente es común el sentir de los estudiosos de las religiones a la hora de señalar su origen. Las religiones no son de procedencia divina, por más que se reivindique su carácter divino. Ninguna religión ha sido creada por Dios. Tampoco el cristianismo. Jesús de Nazaret no es el fundador de la religión cristiana. Él inicia un movimiento de seguidores, que posteriormente lo convierten en religión algunos de ellos. Las religiones monoteístas se fundamentan en un libro que se considera sagrado, por proceder de la inspiración divina (Tora, Biblia y Corán). Los tres son considerados en las respectivas religiones como palabra de Dios. Hay una característica común a las religiones del libro. Todas ellas hablan de culpa y pecado. Desobedecer las órdenes de la religión constituye un pecado contra Dios, merecedor de castigo, que impide la consecución de la gloria divina. La insistencia en el pecado provoca el miedo ante la posibilidad de la condenación eterna. El miedo sustenta la obediencia a las normas y mandamientos de la religión. Y crea los llamados “escrúpulos” que han maniatado a tantas personas religiosas en su proceso durante el periodo del nacional-catolicismo en que la religión ha estado presente en todos los estamentos sociales y en las conciencias de las personas creyentes. Acudiendo a la memoria histórica constatamos que en todas las religiones de libro se han dado actitudes fundamentalistas, que radicalizan a sus seguidores hasta extremos realmente preocupantes. Su inmediata consecuencia es la lectura literal del libro que sustenta a estas religiones monoteístas. Lo que dice el libro sagrado ha de entenderse al pie de la letra, porque su procedencia divina avala la verdad absoluta del texto. Al mismo tiempo la postura fundamentalista conduce a la exclusividad de la religión- Los seguidores de cada religión no sólo consideran la verdad de su religión, sino también que es la única verdadera. Las demás son falsas religiones. Esta actitud ha llevado a la intolerancia en unos casos, e incluso a la persecución en otros momentos. Recordemos la Inquisición en la religión cristiana y el Santo Oficio, defensor de la ortodoxia doctrinal. Pensemos en la persecución entre judíos y palestinos en el momento actual en el Oriente Medio proclamando la exclusiva pertenencia de Palestina y la ciudad de Jerusalén. Y finalmente desde hace unos años estamos asistiendo al terrorismo islámico sobre todo en los países de Occidente y de la Unión Europea, por considerar infieles a los que no practican la religión del Islam. Todos estos atentados tienen un componente religioso y son llevados a cabo bajo el grito de “Alá es grande”. Pensamos además que las religiones han sido utilizadas a través de la historia de la humanidad para fines no precisamente humanitarios por los poderes imperantes en ese momento. En vez de servir a una mayor humanización de la sociedad, han introducido el odio, la destrucción y la muerte. Este es el caso de los recientes atentados de Cataluña. En nombre de Alá se matan a personas inocentes, sembrando la destrucción y la barbarie. Opinamos que éste no puede ser el fin de ninguna religión, sino la promoción de la paz, el diálogo y el bienestar de los pueblos. Las religiones nunca han de ser el azote de la humanidad, como lo ha sido el yihadismo islámico en la ocasión que nos ocupa. La aceptación el pluralismo religioso es una opinión que creemos imprescindible en nuestras sociedades para superar el fundamentalismo de las religiones judaica, islámica y cristiana. Nos parece que todas estas religiones son verdaderas, porque conducen a la persona humana a relacionarse con el Dios único. Proceden de culturas diferentes y circunstancias distintas. Por ello la tolerancia entre ellas es esencial. Ninguna es la única religión verdadera. Todas ellas son creaciones e intentos humanos de acercar a la persona a lo trascendente. Tampoco el cristianismo es la única religión verdadera, por más de que así lo reivindiquen algunos sectores de la Iglesia católica. También queremos afirmar que las religiones han sido y son positivas en la construcción de sociedades realmente humanas, promoviendo valores de paz y concordia entre los pueblos. En estos últimos años se habla de un nuevo paradigma cristiano, que es pluralista, porque afirma que todas las religiones son verdaderas. promoviendo la tolerancia y el diálogo entre ellas. Es también posreligional, porque va más allá de la religión, alimentando una espiritualidad laica y humanista, basada en los derechos humanos y los derechos de la Naturaleza. Esta ética se presenta como válida para todos los pueblos, culturas y religiones, y fundamentada en el amor como único mandamiento, promoviendo el bien común entre los pueblos. La experiencia histórica de las religiones opinamos que ha sido en muchas ocasiones muy negativa e inspiradora de enfrentamientos entre los pueblos y las culturas. No podemos continuar por este camino de intransigencia religiosa. Ni el cristianismo se puede considerar la única religión varadera, ni Israel es el pueblo elegido por Dios para conseguir la Tierra Prometida, ni el Islam tiene que considerar infieles a los que no practican su religión. Con la tolerancia entre las religiones se superará el odio entre los pueblos y las culturas. La intransigencia conduce a la persecución, e incluso hasta la muerte de los que no piensan como ellos, ni practican la misma religión, ni nombran a Dios de la misma manera. Nos parece que las religiones no pueden seguir siendo una de las causas importantes del enfrentamiento en nuestra sociedad. Que la experiencia de lo ocurrido en Cataluña nos haga reflexionar a todas las personas y nos conduzca hacia la tolerancia y la fraternidad/sororidad en la convivencia. Hay clérigos corruptos, hay malos directores espirituales y hay imanes muy peligrosos. Por ejemplo, el imán de Ripoll, fallecido en la explosión que hubo en el chalet de Alcanar, y según todos los indicios el cerebro gris (por decir algo, porque su cerebro debía ser muy oscuro) que ha adoctrinado a los jóvenes terroristas de Barcelona y Cambrils. Se han de regular muchos temas: para ser imán no se le pidió un certificado de penales (que hubiera comprobado que había estado en la cárcel por tráfico de drogas), ni qué formación tenía.
El fanatismo de este clérigo musulmán es una buena ocasión para recordar que las religiones y sus textos sagrados no son intolerantes. Los intolerantes han sido algunos de sus clérigos, que han arrastrado a los fieles, como este imán arrastró a los jóvenes terroristas. Los textos de referencia de las religiones (por muchos motivos) tienen necesidad de ser interpretados. Surgen entonces las grandes preguntas: ¿quién y cómo interpreta, con qué presupuestos, prejuicios, intereses? Cualquier interpretación de no sea “a favor” de la dignidad humana es una mala interpretación. Porque si los textos supuestamente revelados no están a favor del ser humano, no estamos ante un “Dios de los hombres”. Y un Dios que no es de los hombres y no digamos un Dios “contra los hombres”, no interesa. Por suerte, la mayoría de los fieles suelen darse cuenta de los extremismos de sus dirigentes, como ha quedado claro con los musulmanes, entre ellos amigos y familiares de los terroristas, que se han manifestado en Barcelona, dejando claro que “somos musulmanes, somos catalanes, y no somos terroristas”. En esta misma línea se ha expresado un representante de las 34 mezquitas que hay en Mallorca, condenando sin paliativos los recientes actos terroristas y convocando a los musulmanes de la isla a una manifestación, el próximo viernes, en la plaza de España de Palma. Este portavoz musulmán ha dicho, además, algo sumamente interesante: que cuando viene un nuevo imán a alguna mezquita de Mallorca, ellos avisan a la policía, por si tuviera antecedentes que hicieran aconsejable su no venida. La comunidad religiosa (musulmana en este caso), por su propio bien, tiene derecho a controlar a sus dirigentes. A los dioses no hay que temerlos. Hay que temer a algunos de sus intérpretes. Pues la religión no se da en abstracto. Siempre se la encuentra vivida en personas concretas. Los cristianos, en todo caso, estamos llamados a vivir el cristianismo en y desde el amor. ¡Ojalá los fieles de todas las religiones cobren conciencia de esta verdad fundamental!: no hay fe religiosa si no se traduce en amor. Este es el criterio de interpretación de todos los textos sagrados, aunque es verdad que tales textos permiten interpretaciones fundamentalistas, cuando no se es consciente de su historicidad, y no se tiene en cuenta la globalidad del texto y su línea religiosa de fondo. Leo a vuela pluma algunos pasajes (Juan 13:35 // Salmo 145:9 // Proverbios 24:17) // 1 Pedro 3:9 // Dt 15,11... Y lo hago centrado en este mensaje claro de Jesús: Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen. Él hace salir su sol sobre malos y buenos, y que llueva sobre justos e injustos. (Mateo, 5,38 y Lucas 6,35).
Nos olvidamos enseguida que “todos” somos hijos de Dios que nos ama con ternura infinita. Todos, significa amor a todos, independientemente de nuestra respuesta de amor hacia Dios ¿O es que Dios no amó a Caifás, a Judas Iscariote, a Pilato, a cada uno de los convecinos de Jesús que tan solo unos días antes de su muerte le aclamaban el domingo de Ramos y pocos días después gritaban ¡crucifícalo!? ¿No quiso Dios con amor maternal a Hitler, a Mao, a Franco, a Lenin, a los mafiosos calabreses? ¿No ama a los asesinos de ETA o del GAL? ¿Dios no ama a los fundamentalistas terroristas islámicos? ¿Tampoco ama a Putin, al dictador de Corea del Norte, a Trump, a cada uno de nosotros? Una cosa es que Dios ame a todas sus criaturas y otra, muy distinta, que sus criaturas le correspondan a través del amor a sus hermanos. Pero si somos sinceros, reconoceremos la repulsión que nos produce leer que Dios pueda amar a estos terroristas que han sembrado la desolación y la muerte en Barcelona, en París, en Londres, en Bruselas... Preguntémonos por qué no chirría leer “Dios ama a todos” en genérico y nos produce un rechazo visceral en cuanto ponemos algunos nombres y apellidos a ese “todos”. A mí también, por cierto. La Ley del Talión aparece en el Código de Hammurabi, rey babilónico que codificó una serie de leyes en el siglo XVIII antes de Cristo y las preservó esculpidas en un gran pilar, hoy en el Louvre. Este rey babilónico introdujo el castigo proporcional. El ojo por ojo, fue un avance respecto a todo lo anterior hasta el punto de que los judíos lo incorporaron a sus leyes. Pero Cristo lo revoluciona todo pidiendo el bien por mal, la ayuda a nuestro prójimo aunque no nos lo agradezca ni nos salga por gusto. Es algo más que la actitud pasiva de no perjudicarlo. Y en cuanto a los canallas fundamentalistas que han roto a tantas familias en Barcelona y la paz social general, no se nos pide que les demos cariño, porque es imposible. Pero sí que recemos por ellos, y por todos los que odian de manera tan inhumana. Solo así podremos perdonar llegado el caso que nos ofendan a nosotros. Lo que nos pide Dios son dos cosas: que dejemos a Dios ser Dios sin razonarlo todo y fiarnos de que si no luchamos contra el odio y el rencor vengativo, nos acercaremos peligrosamente a sentir lo que cualquiera de estos agresores deshumanizados. Rezar por nuestros enemigos humaniza, nos coloca en el camino samaritano y nos convierte en los mejores instrumentos de Dios para implantar su Reino de amor. Pues si al odio y la violencia de tantos se va a unir nuestra agresividad y ganas de venganza, ¿qué es lo que estamos gestando? Rezar no es solo repetir oraciones más o menos sabidas, sino pedir a Dios que nos cambie el corazón para entender y aceptar su mensaje de amar a los enemigos de verdad, que por algo es un mensaje del NT y también del Antiguo Testamento. Y junto a este mandato, el de no juzgar, porque no sabemos nada de la verdadera realidad de las cosas; solo de sus consecuencias. Y dicho todo lo anterior, mi solidaridad con todas las víctimas y sus familiares, aunque esto, de puro básico si nos sentimos mínimamente humanos, es algo común y universal a cristianos, ateos, musulmanes o adoradores de la luna (“¿Qué mérito tenéis?”). Lo específicamente cristiano es continuar haciendo el bien a pesar del mal, incluso a quienes nos lo causan. Me ha gustado que el P. Castillo tocara estos días en R. D. el tema de la bondad de Dios y, al mismo tiempo, de su contrario, como son las penas del infierno. Yo me limitaré a hablar del cielo, que es lo contrapuesto a lo segundo, que es el infierno.
Vayan algunas premisas. Cuando hablamos del cielo, siempre pensamos cómo es el cielo, si yo o si nosotros iremos al cielo, si nuestros parientes o amigos difuntos ya están en el cielo e, incluso al margen de todo eso, si son muchos o pocos los que entran en el cielo. El hombre, en una palabra, sabe que un día morirá y se pregunta si él tendrá derecho -debido a sus buenas obras- a que le abran las puertas del cielo. Cuando éramos niños o jóvenes, en los años anteriores al Concilio, cantábamos en iglesias y procesiones de Misión, en voz alta y rimbombante, aquel "No estés eternamente enojado", que dirigíamos solícitos a Dios con el fin de aplacarle por nuestros pecados. Esto suponía, por otra parte, la esperanza y confianza que poníamos en Dios del que en otros cantos celebrábamos también la bondad y misericordia divina hacia quien era su creatura, el hombre. Para San Agustín y Calvino, el hombre era una masa de perdición y necesariamente tenían que ser pocos los que podían obtener la salvación y exigir que para ellos se abrieran de par en par las puertas del cielo. Otros, sin embargo, sostienen que el cielo es tan grande que para todos hay lugar y, por tanto, serían muchos quienes tendrían la suerte de entrar en la morada eterna. Otros, no obstante, afirman que no son muchos los que se salvan y encuentran desgraciadamente las puertas del cielo cerradas. Incluso la Santa Sede, se ha mostrado últimamente de parte de los que afirman que son muchos y no todos, los que se salvan, al exigir que en el Canon de la Misa el sacerdote, cuando consagra el vino, diga que la salvación es "pro multis", sin duda para expresar que hay quienes, por mala voluntad y deliberadamente, rechazan la salvación que les ofrece el Señor con el derramamiento de su sangre en la cruz. De aquí vienen las disputas y las contraposiciones. San Anselmo alega contra San Agustín que quien es bueno para los buenos y para los malos es mejor que aquel que solo es bueno para los buenos. ¿De dónde saca Dios tan gran amor? Sencillamente de su bondad. Con tanta misericordia establece justicia. Y así el apóstol Santiago dice: "La misericordia se siente superior al juicio" (2 - 13). Y el Concilio Vaticano II (1965) afirma que "hemos de creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad que, en la forma por Dios conocida, nos asociamos al Misterio Pascual" (Gaudium et Spes, 22). Por otra parte, el dominico Getino, que recoge el también dominico y en la actualidad profesor universitario y Delegado Episcopal para los religiosos en Valencia, Martin Gelabert Ballester, opina que "a Dios le quedan mil recursos por aplicar la Redención por caminos ocultos a nuestras miradas" (Getino, 58) Hay que recordar también que en un Prefacio Dominical se proclama solemnemente "la esperanza de un domingo sin fin en que toda la humanidad entrará en tu descanso y entonces alabaremos para siempre tu misericordia". San Pablo define el cielo como un lugar que nadie puede imaginarse como es. Tampoco se puede considerar la felicidad que allí se va a encontrar. Víctor Hugo hizo un intento de definir el cielo, diciendo: "El cielo es lo imperceptible, lo enorme. Es una luz, un foco, una estrella, un sol, un universo. Pero, este universo viene a no ser nada. El cielo es todo un Número, que es un cero delante de lo infinito. El que es inaccesible, añadido a todo el que es impenetrable. Lo impenetrable, unido a lo que es inconmensurable. Esto es el cielo". Es por eso que el evangelista exulta cuando dice "Alegraos, porque vuestros nombres están inscritos en el cielo" (Lc, 10,20). En el lenguaje popular, que hemos heredado de nuestros mayores, encontramos verdaderas perlas que nos ilustran sobre la existencia del cielo, cuando decimos: "Esta señora, este señor seguro que se han ido al cielo: eran "buenísimos". Este piensa tocar el cielo con su descubrimiento. Mi madre, con esto, vio el cielo abierto. Este religioso estaba en el tercer cielo. El cielo no está hecho para los asnos como tú. Si Dios quiere, todos iremos al cielo. La casa es el cielo de este mundo. Haga el cielo que podamos volver a vernos. Padre nuestro que estás en el cielo. Este va a remover cielo y tierra. Este hombre se ha ganado bien el cielo". Cuando despedimos a un muerto, consolamos a sus allegados así: "Que Dios lo tenga en el cielo". En este esquema sobre el cielo no puede faltar la afirmación que da San Pablo sobre el cielo, cuando expresa que es un lugar que nadie se puede imaginar cómo es. Tampoco se puede considerar la felicidad que se encontrará en él. Llamamos al cielo la visión celestial, la patria celestial, la corte celestial, la gloria celestial. Quiero terminar esta sucinta relación sobre el cielo con un refrán que saqué de un librito de Menorca, que decía: "El cielo no está hecho para llenarlo de paja", queriendo decir que el cielo solo se puede llenar con nosotros, que somos los hijos de Dios. Tampoco podemos olvidar que el cielo es la morada de los Ángeles, Arcángeles, Serafines, Querubines, Potestades, Dominaciones, Tronos, Virtudes y Principados, como también los Patriarcas, Profetas y siervos de Dios del Antiguo Testamento. Y sobretodo, como el lugar de Dios, Padre, su hijo Jesucristo Crucificado, el cual desde su Ascensión al cielo, está sentado a la derecha del Padre junto con el Espíritu Santo que nos fortalece y anima para ir al cielo, gozando eternamente con ellos juntamente con María, Asunta y Reina del cielo y todos sus santos. El texto es continuación del leído el domingo pasado. Hoy en Cesarea de Filipo, también fuera del territorio de Palestina. Lo que Mt pone hoy en boca de Jesús, ni siquiera es aceptable para los seguidores. Jesús acaba de felicitar a Pedro por expresar pensamientos divinos. Ahora le critica muy duramente por pensar como los hombres. La diferencia es abismal, solo a unas líneas de distancia en el mismo evangelio. Como Pedro, los cristianos en todas las épocas, nos hemos escandalizado de la cruz. Ninguno hubiera elegido para Jesús ese camino. ¿Dónde queda la imagen de Mesías victorioso, Señor o Hijo de Dios?
A pesar de las palabras de Pedro, la actitud ante el anuncio de la muerte demuestra que, ni él ni los demás, habían entendido lo que significaba Jesús. El mayor escollo para poder aceptar lo nuevo, fue su religión. Para entender a Jesús, hay que dejar de pensar como los hombres y empezar a pensar como Dios. Pensar como Dios, es dejar de ajustarse a este mundo; es transformarse por la renovación de la mente (Pablo). Para aceptar el mensaje de Jesús, tenemos que cambiar radicalmente nuestra imagen de Dios. La muerte de Jesús fue para los primeros cristianos el punto más impactante de su vida. Seguramente el primer núcleo de los evangelios lo constituyó un relato de su pasión. No nos debe extrañar que, al redactar el resto de su vida se haga desde esa perspectiva. Hasta cuatro veces anuncia Jesús su muerte en el evangelio de Mt. No hacía falta ser profeta para darse cuenta de que la vida de Jesús corría serio peligro. Lo que decía y lo que hacía estaba en contra de la doctrina oficial, y los encargados de su custodia tenían el poder suficiente para eliminar a una persona tan peligrosa para sus intereses. Pedro responde a Jesús con toda lógica. ¿Podía Pedro dejar de pensar como judío? Incluso el día que vinieron a prenderle, Pedro saca la espada y atizó un buen golpe a Malco, para evitar que se llevaran al Maestro. Era inconcebible para un judío, que al Mesías lo mataran los más altos representantes de Dios. El texto quiere transmitirnos que la idea falsa de Dios, que manejan, hacía a Jesús inaceptable como representante de Dios. La crítica de Jesús va dirigida a los de dentro, no a los de fuera. La respuesta de Jesús a Pedro es la misma que dio al diablo en las tentaciones. Ni a los fariseos, ni a los letrados, ni a los sacerdotes dirige Jesús palabra tan duras. Quiere indicar que la propuesta de Pedro era la gran tentación, también para Jesús. La verdadera tentación no viene de fuera, sino de dentro. Lo difícil no es vencerla sino desenmascararla y tomar conciencia de que ella es la que puede arruinar nuestra Vida. Jesús no rechaza a Pedro, pero quiere que descubra su verdadero mesianismo, que no coincide ni con el del judaísmo oficial ni con lo que esperaban los discípulos. El seguimiento es muy importante en todos los evangelios. Se trata de abandonar cualquier otra manera de relacionarse con Dios y entrar en la dinámica espiritual que Jesús manifiesta en su vida. Es identificarse con Jesús en su entrega a los demás, sin buscar para sí poder o gloria. Negarse a sí mismo supone renunciar a toda ambición personal. El individualismo, el egoísmo, quedan descartados de Jesús y del que quiera seguirlo. Cargar con la cruz es aceptar la oposición del mundo. Se trata de la cruz que nos infligen otras personas -sean amigas o enemigas- por ser fieles al evangelio. En tiempo de Jesús, la cruz era la manera más denigrante de ejecutar a un reo. El carácter simbólico solo llegó para los cristianos después de comprender la muerte de Jesús. Como el relato habla de la cruz en sentido simbólico, es improbable que esas palabras las pronunciara Jesús. El condenado era obligado a cargar con la parte trasversal de la cruz (patibulum). No está hablando de la cruz aceptada voluntariamente, sino de la impuesta por haber sido fiel a sí mismo y Dios. Lo que debemos buscar es la fidelidad. La cruz será consecuencia inevitable de esa fidelidad. Jesús nos muestra el camino que nos puede llevar más lejos hacia mayor humanidad. La propuesta de Jesús es la única manera de ser humano. Todo ser humano debe aspirar a ser más; incluso a ser como Dios. Pero debe encontrar el camino que le lleve a su plenitud. Los argumentos finales dejan claro que las exigencias, que parecen tan duras, son las únicas sensatas. Lo que Jesús exige a sus seguidores es que vayan por el camino del amor, por el camino del servicio a los demás, aunque ese camino nos cueste esfuerzo. Aquí está la esencia del mensaje cristiano. No se trata de renunciar a nada, sino de elegir en cada momento lo mejor para mí. Interpretarlo como renuncia es no haber entendido ni jota. Jesús no pretende deshumanizarnos como se ha entendido con frecuencia sino llevarnos a la verdadera plenitud humana. No se trata de sacrificarse, creyendo que eso es lo que quiere Dios. Dios quiere nuestra felicidad en todos los sentidos. Dios no puede “querer” ninguna clase de sufrimiento; Él es amor y solo puede querer para nosotros lo mejor. Nuestra limitación es la causa de que, a veces, el conseguir lo mejor exige elegir entre distintas posibilidades, y el reclamo del gozo inmediato inclina la balanza hacia lo que es menos bueno e incluso malo; entonces mi verdadero ser queda sometido al falso yo. La mayoría de nuestras oraciones pretenden poner a Dios de nuestra parte en un afán de salvar el ego y la individualidad, exigiéndole que supere con su poder nuestras limitaciones. Lo que Jesús nos propone es alcanzar la plenitud despegándonos de todo apego. Si descubrimos lo que nos hace más humanos, será fácil volcarnos hacia esa escala de valores. En la medida que disminuyo mi necesidad de seguridades materiales, más a gusto, más feliz y más humano me sentiré. Estaré más dispuesto a dar y a darme, aunque me duela, porque eso es lo que me hace crecer en mi verdadero ser. Una perfecta vida biológica, no supone ninguna garantía de mayor humanidad. Todo lo contrario, ganar la Vida es perder la vida, yendo más allá del hedonismo. Lo biológico es necesario, pero no es lo importante. Sin dejar de dar la importancia que tiene a la parte sensible, debes descubrir tu verdadero ser y empezar a vivir en plenitud. La muerte afecta solo a tu ser biológico, pero se pierde siempre. Si accedes a la verdadera Vida, la muerte pierde su importancia. La plenitud se encuentra más allá de lo caduco: no más allá en tiempo, sino más allá en profundidad, pero aquí y ahora. Para ser cristiano, hay que trasformarse. Hay que nacer de nuevo. Lo natural, lo cómodo, lo que me pide el cuerpo, es acomodarme a este mundo. Lo que pide mi verdadero ser es que vaya más allá de todo lo sensible y descubra lo que de verdad es mejor para la persona entera, no para una parte de ella. Los instintos no son malos; que los sentidos quieran conseguir su objeto no es malo. Sin embargo la plenitud del ser humano está más allá de los sentidos y de los instintos. La vida humana no se nos da para que la guardemos y preservemos, sino para que la consumamos en beneficio de los demás. Meditación Nacer de nuevo, nacer del Espíritu, es la propuesta de Jesús. En lo biológico estamos siempre; es el punto de partida. Lo espiritual hay que descubrirlo y vivirlo. Si no entro en la dinámica del Espíritu, permaneceré en el ámbito de lo sensible y quedará frustrado lo humano en mí. En el evangelio del domingo anterior, Pedro, inspirado por Dios, confiesa a Jesús como Mesías. Inmediatamente después, dejándose llevar por su propia inspiración, intenta apartarlo del plan que Dios le ha encomendado. El relato lo podemos dividir en tres escenas.
Primera escena: Jesús y los discípulos (primer anuncio de la pasión y resurrección) Pedro acaba de confesar a Jesús como Mesías. Él piensa en un Mesías glorioso, triunfante. Por eso, Jesús considera esencial aclarar las ideas a sus discípulos. Se dirigen a Jerusalén, pero él no será bien recibido. Al contrario, todas las personas importantes, los políticos (“ancianos”), el clero alto (“sumos sacerdotes”) y los teólogos (“escribas”) se pondrán en contra suya, le harán sufrir mucho, y lo matarán. Es difícil poner de acuerdo a estas tres clases sociales. Sin embargo, aquí coinciden en el deseo de hacer sufrir y eliminar a Jesús. Pero todo esto, que parece una simple conjura humana, Jesús lo interpreta como parte del plan de Dios. Por eso, no dice a los discípulos: «Vamos a Jerusalén, y allí una panda de canallas me va a perseguir y matar», sino «tengo que ir» a Jerusalén a cumplir la misión que Dios me encomienda, que implicará el sufrimiento y la muerte, pero que terminará en la resurrección. Para la concepción popular del Mesías, como la que podían tener Pedro y los otros, esto resulta inaudito. Sin embargo, la idea de un personaje que salva a su pueblo y triunfa a través del sufrimiento y la muerte no es desconocida al pueblo de Israel. La expresó un profeta anónimo, y su mensaje ha quedado en el c.53 de Isaías sobre el Siervo de Dios. Segunda escena: Pedro y Jesús (vuelven las tentaciones) Jesús termina hablando de resurrección, pero lo que llama la atención a Pedro es el «padecer mucho» y el «ser ejecutado». Según Mc 8,32, Pedro se puso entonces a reprender a Jesús, pero no se recogen las palabras que dijo. Mateo describe su reacción con más crudeza: «Se lo llevó aparte y se puso a increparle: ¡No lo permita Dios, Señor! ¡Eso no puede pasarte!» Ahora no es Dios quien habla a través de Pedro, es Pedro quien se deja llevar por su propio impulso. Está dispuesto a aceptar a Jesús como Mesías victorioso, no como Siervo de Dios. Y Jesús, que un momento antes lo ha llamado «bienaventurado», le responde con enorme dureza: «¡Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar!» Estas palabras traen a la memoria el episodio de las tentaciones a las que Satanás sometió a Jesús después del bautismo. El puesto del demonio lo ocupa ahora Pedro, el discípulo que más quiere a Jesús, el que más confía en él, el más entusiasmado con su persona y su mensaje. Y Jesús, que no vio especial peligro en las tentaciones de Satanás, ve aquí un grave peligro para él. Por eso, su reacción no es serena, como ante el demonio; no aduce tranquilamente argumentos de Escritura para rechazar al tentador, sino que está llena de violencia: «Tú piensas como los hombres, no como Dios.» Los hombres tendemos a rechazar el sufrimiento y la muerte, no los vemos espontáneamente como algo de lo que se pueda sacar algún bien. Dios, en cambio, sabe que eso tan negativo puede producir gran fruto. Esta función de tentador que desempeña Pedro en el pasaje y la reacción tan enérgica de Jesús nos recuerdan que las mayores tentaciones para nuestra vida cristiana no proceden del demonio, sino de las personas que están a nuestro lado y nos quieren. Frente a una mentalidad que mitifica y exagera el peligro del demonio en nuestra vida, es interesante recordar este episodio evangélico y unas palabras de santa Teresa que van en la misma línea. Después de contar las dudas e incertidumbres por las que atravesó en muchos momentos de su vida, causadas a veces por confesores que le hacían ver el demonio en todas partes, resume su experiencia final: «...tengo yo más miedo a los que tan grande le tienen al demonio que a él mismo; porque él no me puede hacer nada, y estotros, en especial si son confesores, inquietan mucho, y he pasado algunos años de tan gran trabajo, que ahora me espanto cómo lo he podido sufrir» (Vida, cap. 25, nn.20-22). Tercera escena: Jesús y los discípulos (parábola del maletín y el joyero) No se conocían de nada, sólo les unió compartir dos asientos de primera clase. Ella colocó en el compartimento un elegante estuche con sus joyas. Él, un pesado maletín con su portátil y documentos de sumo interés. El pánico fue común al cabo de unas horas, cuando vieron arder uno de los motores y oyeron el aviso de prepararse para un aterrizaje de emergencia. Tras el terrible impacto contra el suelo, ella renunció a sus joyas y corrió hacia la salida. Él se retrasó intentando salvar sus documentos. El cadáver y el maletín los encontraron al día siguiente, cuando los bomberos consiguieron apagar el incendio. Extrañamente, ella recuperó intacto el estuche de sus joyas. En tiempos de Jesús no había aviones, y él no pudo contar esta parábola. Pero le habría servido para explicar la enseñanza final de este evangelio. Para entender esta tercera parte conviene comenzar por el final, el momento en el que el Hijo del Hombre vendrá a pagar a cada uno según su conducta. En realidad, sólo hay dos conductas: seguir a Jesús (salvar la vida, renunciando al joyero) o seguirse a uno mismo (salvar el maletín a costa de la vida). Seguir a Jesús supone un gran sacrificio, incluso se puede tener la impresión de que uno pierde lo que más quiere. Seguirse a uno mismo resulta más importante, salvar la vida y el maletín. Pero el avión está ya ardiendo y no caben dilaciones. El que quiera salvar el maletín, perderá la vida. Paradójicamente, el que renuncia al joyero salva la vida y recupera las joyas. |
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